Raymundo Riva Palacio
Las contradicciones no son lo único que tiene metido al gobierno federal en un problema de difícil solución en el caso Ayotzinapa. La acotación que se pretende hacer en la nueva investigación, difícilmente podrá ser lograda. El subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, abrió el coliseo para ofrecer sangre a los mexicanos, al denunciar al exprocurador general, Jesús Murillo Karam, y al exjefe de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, como responsables de un proceso que, por decisiones del juez federal Samuel Ventura, fueron liberados 77 presuntos responsables del crimen contra 43 normalistas. La Fiscalía General irá por ellos y puede llegar a detenerlos incluso, pero echada la rueda a andar, no se podrá parar.
Encinas es la representación de esa contradicción. En enero pasado, al instalar la Comisión para la Verdad del caso Ayotzinapa, dijo que el punto de partida serían los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el equipo forense argentino, que fue el primer grupo extranjero que trabajó con los padres de los normalistas. Los dos concluyeron que varios testimonios claves habían sido obtenidos mediante torturas, lo que violaba el debido proceso. La izquierda, entre otros, elogió el trabajo y reiteró que había sido un crimen de Estado, donde participaron soldados y policías federales.
En reconocimiento abierto del gobierno al trabajo del grupo de expertos, el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, nombró a su secretario técnico, Omar Trejo, jefe de la Unidad Especial para el caso Ayotzinapa. Poco tiempo pasó para que en el nuevo gobierno vieran que las cosas no eran como las creían. Ni al presidente Andrés Manuel López Obrador ni a Encinas les gustó el rumbo de aquello que inicialmente celebraron cuando, en septiembre del año pasado, el Primer Tribunal Colegiado del Decimonoveno Circuito, con sede en Reynosa, le dio el marco jurídico a la Comisión de la Verdad que querían formar, y le dio la razón a tres presuntos culpables del crimen, incluido Gildardo López Astudillo, El Gil, sobre que los habían torturado para autoincriminarse.
Ahora, el Presidente y el subsecretario se quejan del Poder Judicial, mostrando claro antagonismo con su postura de hace meses. No se sabe cómo va a cuadrar las cosas Encinas, pero si la línea que persigue es procesar solamente a Murillo Karam y Zerón, lo va a rebasar el caso. Si no alcanza a ver el mediano y largo plazos de lo que inició, le faltarán brazos para nadar a puerto seguro. Junto con el ala más beligerante alrededor del Presidente, acusó al 27 Batallón de Infantería, con asiento en Iguala, de responsabilidad en el crimen, por lo cual debería llamar a declarar a su entonces jefe, el coronel José Rodríguez Pérez. También al jefe de la 35ª Zona Militar, el general Alejandro Saavedra Hernández, a quien el gobierno de Guerrero le informó lo que estaba sucediendo, así como al exsubsecretario de Gobernación, Luis Miranda, con quien el exgobernador Ángel Heladio Aguirre hizo lo mismo. No menos importante, el jefe de la Zona Naval en Acapulco en ese entonces, el almirante Rafael Ojeda, actual secretario de la Marina.
Y hay más. Alfredo Higuera Bernal, quien durante los dos últimos años del gobierno de Peña Nieto tuvo a su cargo la investigación del caso Ayotzinapa, fue nombrado por Gertz Manero, subprocurador especializado para Investigaciones de la Delincuencia Organizada. También ratificó a Roberto Ochoa como subprocurador de Procesos, responsable antes y ahora de revisar las resoluciones de los tribunales y los cierres de instrucción. El actual jefe de la Agencia de Investigación Criminal, que también depende de la Fiscalía, Vidal Diazleal Ochoa, era el responsable de inteligencia de la PGR en los tiempos de la desaparición de los normalistas.
Es decir, el gobierno de López Obrador cuenta con personas que conocen a fondo el caso, la información y los contextos de cómo y cuánto avanzó la investigación. En los archivos del Centro Nacional de Inteligencia, antes el Cisen, deben estar las minutas del Grupo de Coordinación Guerrero, donde se documentó la penetración de los grupos criminales Guerreros Unidos y Los Rojos en las estructuras políticas de Guerrero, sin que se hiciera nada a nivel federal. Esas minutas, que oficialmente no existen, podrán darle al gobierno una idea muy clara del entramado político-criminal que se vivía en 2014, cuando desaparecieron los normalistas, aunque no les gustará. Esa red corrupta y criminal involucraba a miembros del PRD, el PT y Morena, que tenían relaciones estrechas con la corriente perredista de Los Chuchos, y con los morenistas René Bejarano y Dolores Padierna. Un exfuncionario que participó en esa reuniones reveló que las razones por las cuales nunca se procedió eran “políticas”–no querían involucrar a la izquierda con el crimen contra los normalistas.
Este mapa de vínculos sobre los funcionarios y exfuncionarios que sabían lo que sucedía en Guerrero, lo que pasó aquella noche en Iguala en septiembre de 2014 y su investigación, perfila la trampa en la que se metió Encinas con sus palabras ligeras. A menos, claro, que como demanda el núcleo duro de López Obrador, lleve al paredón político a miembros del Ejército y de la Marina, a comandantes de la Policía Judicial, a tres administraciones de la vieja PGR, a quienes Gertz Manero recicló, y a líderes de su coalición de gobierno, para documentar lo que han dicho durante cinco años, que fue “un crimen de Estado”. Estos nudos no serán fáciles de deshacer. Menos aún, de encontrar la verdad legal a lo que sucedió con los jóvenes sin ahogarse en sus contradicciones.
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