Este documento, símbolo del sentir de las personas del siglo XIX, se leyó durante más de 150 años.
Las pautas decimonónicas sobre la manera
correcta de formar una familia.
Melchor Ocampo fue un destacado político
mexicano que participó en la redacción de las Leyes de Reforma, las cuales se
realizaron con la finalidad de que la iglesia se desligara de los asuntos
concernientes al manejo del estado. Entre las atribuciones de las que fue
despojada la iglesia están las referentes a la operación de: los registros
civiles de nacimiento, defunción y matrimonio.
En este documento, se estableció que las
bodas religiosas no tenían validez oficial, y que a partir de ese momento la
unión de dos personas iba a ser un contrato civil con el estado. Antes de
la Ley del Registro Civil no existían leyes sobre el matrimonio porque este se
consideraba como un acto sujeto al derecho canónico y a la potestad de la
iglesia.
La intervención del Estado mexicano en el
matrimonio comenzó con la expedición de la Ley Orgánica del registro Civil del
27 de enero de 1856, seguida de la Ley del Matrimonio Civil del 23 de julio de
1859. Para llevar a cabo dicho contrato civil, bastaba con que los contrayentes
se presentaran en el registro y que se les leyeran los artículos de la ley en
materia, que incluían, de manera obligada, la célebre epístola donde se expresaba
que el matrimonio civil era:
El único medio moral de fundar la familia,
de conservar la especie y de suplir las imperfecciones del individuo, que no
puede bastarse a sí mismo para llegar a la perfección del género humano. Que
este no existe en la persona sola sino en la dualidad conyugal. Que los casados
deben ser y serán sagrados el uno para el otro, aún más de lo que es cada uno
para sí.
Que el hombre, cuyas dotes sexuales son
principalmente el valor y la fuerza, debe dar y dará a la mujer protección,
alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más delicada, sensible
y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa, que el
fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él y cuando
por la sociedad se le ha confiado.
Que la mujer, cuyas principales dotes
sexuales son la abnegación, la belleza, la compasión, la perspicacia y la
ternura, debe dar y dará al marido, obediencia, agrado, asistencia, consuelo y
consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a la persona que nos
apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la parte
brusca, irritable y dura de sí mismo, el uno y el otro se deben y tendrán
respeto, deferencia, fidelidad, confianza y ternura, y ambos procurarán que lo que
el uno se esperaba del otro al unirse con él, no vaya a desmentirse con la
unión. Que ambos deben prudenciar y atenuar sus faltas. Que nunca se dirán
injurias, porque las injurias entre los casados deshonran al que las vierte y
prueban su falta de tino o de cordura en la elección: ni mucho menos se
maltratarán de obra, porque es villano y cobarde abusar de la fuerza.
Que ambos deben prepararse con el estudio y
con la amistosa y mutua corrección de sus defectos, a la suprema magistratura
de padres de familia, para que cuando lleguen a serlo, sus hijos encuentren en
ellos buen ejemplo y una conducta digna de servirles de modelo. Que la doctrina
que inspire a estos tiernos y amados lazos de su afecto, hará su suerte
próspera o adversa; y la felicidad o desventura de los hijos será la recompensa
o el castigo, la ventura o desdicha de los padres. Que la sociedad bendice,
considera y alaba a los buenos padres por el gran bien que le hacen dándole
buenos y cumplidos ciudadanos y, la misma, censura y desprecia debidamente a
los que, por abandono, por mal entendido cariño, o por su mal ejemplo corrompen
el depósito sagrado que la naturaleza les confió, concediéndoles tales hijos.
Melchor Ocampo redactó esta carta que
establecía las pautas de cómo debería ser la manera correcta de formar una
familia; el desempeño del hombre y de la mujer en el mismo, y cuál era la
función de ellos dentro de la sociedad. Fue escrita en una época donde a la
mujer se le veía como un ser indefenso que estaba bajo la tutela de su esposo.
La Epístola dejaba clara la superioridad
física, moral y económica del hombre, con respecto a la sumisión, debilidad y
obediencia de las mujeres; lo cual se explica por el contexto de la época,
donde la obligación del hombre era la de ser proveedor, representante público y
legal de su familia, así como el que toma las decisiones en el sentido más
amplio de la frase. Por otro lado, a la mujer le tocaba el arreglo de los
asuntos domésticos, la crianza y educación de los hijos, tanto como la atención
y esmero por agradar y aconsejar al marido
Este documento respondía a la visión que se
tenía en la época sobre cómo debería ser la unión entre dos personas y se
escribió bajo el contexto y el momento particular que se vivía a mediados del
siglo XIX, y así hay que entenderlo y leerlo. La Epístola marcó un
parteaguas pues ayudó a que la gente de la época empezara a ver al gobierno
como un organismo superior a la iglesia.
Ya teniendo muy claro su contenido, lo
realmente curioso salta a la vista cuando nos ponemos a pensar por qué esta
epístola se siguió leyendo de manera sistemática durante todos los casamientos
civiles realizados durante más de 150 años, posteriores a su escritura.
Sin duda no podemos juzgar la epístola con
ojos contemporáneos, de hecho, Don Melchor fue un liberal representativo de su
época, y además resultaría anacrónico criticar cómo se veía el matrimonio y el
papel de los cónyuges en los albores del siglo XIX, pero habiendo dicho esto,
¿qué tenía que hacer la epístola A finales del siglo XX? Al parecer cada vez
más gente comenzaba a molestarse con este asunto.
Para fortuna de todos fue hasta el periodo
suscitado entre 2006 y 2007 que se aprobaron puntos de acuerdo en las
Cámaras de Diputados y Senadores para ordenar la supresión de la epístola durante
la celebración del matrimonio civil.
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