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lunes, 28 de septiembre de 2015

Nadie Vio Nada… Asesinado el gobernador Alfredo Zarate Albarrán

Las crónicas de Excélsior y El Universal, además de la versión contada por el maestro Jardón, señalan que aquella noche del jueves 5 de marzo de 1942 (porque la agresión fue reportada entre las nueve y media y las diez y media de la noche) el ingeniero Fernando Ortiz Rubio —presidente de la Gran Comisión de la XXXV Legislatura local y jefe de Tránsito de Toluca, a quien la mayoría de los periodistas y escritores atribuye un parentesco cercano (de hijo a sobrino) con el ex presidente Pascual Ortiz Rubio, pero jamás probado ni reconocido— salió armado de la nada, sin una provocación para herir de gravedad a Zárate.

Lo hizo a un par de metros, de frente, pero en forma artera, porque el gobernador estaba desarmado. Le descargó la recámara completa, siete u ocho balazos, casi al término del convivio para agasajar al cuerpo entero de ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y a los magistrados del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal y Territorios Federales.
El caso por homicidio fue asignado al Juzgado Primero de lo Penal a cargo de Enrique V Garrido, amigo íntimo de Zárate Albarrán.
El crimen causó espanto como forma de intimidación y cambiaría la historia mexiquense además de imponer nuevos ritos de sumisión en los casi setenta años siguientes. Su primera secuela ocurrió en la Ciudad de México. Los ministros de la Suprema Corte confrontaron el potencial del escándalo y se resguardaron de miradas indiscretas. A las once de la mañana del 6 de marzo, sumisos, acataron órdenes superiores para evitar cruzamiento de información: cancelaron todas sus audiencias ordinarias y convocaron a una asamblea plenaria, de carácter extraordinario y secreto, con visos conspirativos.
Lo que hubieran imaginado de los acontecimientos se quedaba corto y esperaban lo peor, dada la gravedad del asunto. ¿Qué trataron? Nunca nadie lo supo. Pero desde la Suprema Corte se hizo circular la versión de que ninguno de ellos había acompañado a Zárate Albarrán al fatídico banquete. Este y otros episodios generaron suspicacia sobre los ministros, su credibilidad e integridad moral, ya de por sí maltrechas, quedaron aún más percudidas, se trataba de una corte entregada a la Presidencia de la República.
Los ministros Antonio Islas Bravo, Hilario Medina, Fernando de la Fuente y Alfonso Francisco Ramírez intentaron lavar sus nombres. “Todos los políticos de la rama judicial escurren el bulto para no hundirse en el desprestigio como togados. Con que resulta que magistrados fantasma son los que aparecen ahora en una orgiástica cuchipanda que remató en un crimen, pero no hay mejor detector de mentiras y de verdades que el tiempo”, escribió un reportero de Excélsior en una nota publicada el sábado 7 de marzo.
El crimen también cambió el aspecto triste y burocrático de las instalaciones del Tribunal Superior de Justicia. Como sus pares de la

Suprema Corte, ante la amenaza y en asambleas confidenciales, alcanzaron acuerdos para desligarse del agasajo sangriento y de cualquier relación con el vicepresidente del bloque de gobernadores.
Mientras la vida de Zárate pendía de un delgadísimo hilo, en aquellos encuentros privados se dio forma a la versión de que su ataque había sido obra del alcohol y de políticos. Desmemoriados, muchos “olvidaron” que el 5 de marzo asistieron al Centro Charro unas ochenta personas: diputados locales y federales, senadores, ministros, magistrados y funcionarios estatales, además de la víctima que los agasajaba y buscaba un acercamiento con ellos. Se dijo que nadie vio directamente la agresión, que todos habían abandonado el lugar o que, de plano, nunca estuvieron allí. Tampoco nadie leyó ni por curiosidad la carta que el día 4 la víctima había enviado al presidente y que se publicó en periódicos de la Ciudad de México.
El diputado Ortiz Rubio se declaró inocente y sostuvo su versión inicial de que se enteró del crimen cuando Antonio Mancilla soltó un grito estremecedor en medio de la noche: “fía mataron a mi tío!” Después se oyeron voces desesperadas, hubo pánico y Ortiz salió del lugar para perseguir, en su flamante Packard negro, acompañado por su ayudante y chofer, el teniente de Tránsito Vicente Navarro Mena, al invisible pistolero homicida. Armado con una ametralladora Thompson, una escuadra calibre .45 y otra pistola reglamentaria, Ortiz Rubio se enfilé hacia la carretera México-Toluca, donde fue detenido poco antes de las once de la noche.
En las semanas siguientes, convertidas en meses y luego en años, el rompecabezas oficial de los hechos se fue armando despacio, con paciencia, de la mano de la justicia mexiquense. Quizá nunca se esclarezca del todo porque ya no viven quienes asistieron a él y porque sólo unos cuantos se quedaron al final, o porque legisladores pasivos como José Trinidad Rojas, amigo de Zárate y en ese momento presidente de la mesa directiva de la Cámara de Diputados, optaron por declarar: “Por breves momentos me desaparecí. [...] Y el diputado Rojas también declaró que [...] escuchó dos detonaciones e instantes después otras seis. [...] En eso observó que caía el gobernador Zárate, así como el arquitecto [Manuel] Barbabosa [López], [Nicolás] Ca-
rrasco y Juvencio Maza [Benhumea]”. Nadie vio el momento final. Todos optaron por cerrar la boca.
En las declaraciones no se habló de algún enfrentamiento verbal con Ortiz Rubio, quien al parecer salió de la nada. Fue un asesinato tranquilo. Nadie habló del primero ni del último proyectil, aunque se le vio a Ortiz desenfundar, cortar cartucho, encañonar y disparar con alevosía, ventaja y todas las agravantes de ley. Ni siquiera disparé en defensa del diputado García, quien pidió cerrar las salidas carreteras para evitar su huida. ¿Por qué disparé Ortiz Rubio? Eso se lo guardó él.
Después fueron sembradas más dudas. El senador Augusto Hinojosa, quien asumió el escaño cuando Zárate solicitó licencia para tomar posesión como gobernador, también descartó los tintes violentos y recordó: “El gobernador quería a Ortiz Rubio como a un hermano menor. Lo trataba con verdadero cariño y con mano pródiga, le dispensaba favores y privilegios. Para aumentarle los ingresos de diputado lo nombró jefe del Departamento de Tránsito, y hace algunos meses, cuando hizo un viaje a Estados Unidos, [todos supusieron que fue el de la luna de miel cuando Zárate se casó con Herlinda] lo llevó de paseo y sufragó todos los gastos”. Sin embargo, el legislador tampoco atestiguó el crimen porque abandopó el lugar “como a las nueve de la noche. Y a esa hora había armonía y cordialidad. No [había] muestras de excitación, mucho menos había indicios de que breves momentos después iba a convertirse en una fiera sedienta de sangre”.
Versiones y contradicciones sobre los hechos hubo por docenas; ni siquiera se pudo sostener lo de la hora. Si algunos testigos señalaron las nueve y media, el secretario particular de Zárate, Carlos Mercado Tovar, afirmó que el ataque ocurrió a las diez y media, a pesar de que a esa hora ya estaba detenido Ortiz Rubio.
La consigna del silencio llevó el caso del gobernador Zárate Albarrán a un callejón sin salida. Cuando se supo que no había sobrevivido a sus heridas, que formalmente había muerto, se respiró un aire de apático alivio en los círculos políticos y judiciales. Aunque los médicos le alargaron la vida con media docena de transfusiones, Zárate murió ei 8 de marzo y fue sepultado al otro día en el panteón municipal de Toluca.
A pesar de que Ortiz Rubio fue decladarado culpable, al final del juicio en Toluca estaba listo un amparo federal. El 1 de noviembre de 1944, el ministro Fernando de la Fuente flindamentó la resolución contra la sentencia condenatoria y apoyó —a pesar de sus dudas, porque el inculpado previó la agresión y pudo evitarla— la legítima defensa que sustentó el ministro Carlos Ángeles e hizo lo mismo con la posición del ministro José Ortiz Tirado. De la Fuente justificó el extrañísimo amparo federal bajo el pretexto de que “los asistentes habían consumido más de doscientas botellas de coñac, amén de otras bebidas, incluso pulque en abundancia”.
Si De la Fuente contó bien y uno se atiene al número de ochenta comensales, cada uno bebió al menos dos botellas de coñac y una más de tequila, sin incluir pulque, cerveza ni los fuertísimos mosquitos o licores afrutados. Pero, si los ministros y los magistrados jamás estuvieron en Toluca, ¿de dónde salió la cuenta de las doscientas botellas? Los números nunca cuadrarían. Zárate tenía fama de violento, de maltratar a sus colaboradores cercanos y de gustar de las bebidas alcohólicas. Amigo de Ortiz Rubio, lo hizo a un lado en su campaña. De eso se habló mucho, pero al final lo premió con una diputación local, la presidencia de esa legislatura y la jefatura de Tránsito. Enemigos no eran, aunque público fuera su desencuentro.
Aquel día Ortiz Rubio pareció obedecer a una consigna. Para calmar las versiones conspirativas, de inmediato se hicieron públicos los enfrentamientos entre ambos, así como los rumores de que sus enojos habían comenzado cuando enamoraron a la misma mujer. Zárate ganó la partida, pues se casó con la Barbabosa.
Sin embargo, aun cuando se acepten estas versiones, la crónica de Jardón abre interrogantes y uno regresa al punto de partida, porque esa noche Zárate y Ortiz no tuvieron un altercado, acaso un intercambio mesurado de palabras sin trascendencia. Y en el aire quedará para siempre la cuestión de por qué no se investigó la presunta existencia de

otros dos calibres de las siete u ocho balas. Si éstas se alojaron en el cuerpo de Zárate, entonces ¿quién disparó contra los otros tres heridos que hubo?
La defensa puso el destino del inculpado Ortiz Rubio en manos de la Suprema Corte, los ministros intercederían por él, le otorgarían un amparo y lo dejarían purgar su crimen en libertad. Durante el régimen autoritario unipartidista consolidado en la década de 1940, el Poder Judicial tenía una estructura de recompensas y compromisos que lo convirtieron en un albergue político con ministros designados por el presidente. Una atmósfera de sumisión revestía a la Suprema Corte y los ministros aceptaban el papel de jueces mecánicos, fieles interlocutores del presidente de la República.
“Aunque el crimen se cometió al calor del alcohol y se difundió como un pleito de cantina, nunca se logró eliminar la versión de un asesinato político, porque la víctima encabezaba un bloque de gobernadores que, en la visión de Maximino Avila Camacho, representaba una oposición a la política de Unidad Nacional proclamada por su consanguíneo”, el presidente Manuel Avila Camacho, refiere Jesús Delgado Guerrero enLa historia del PAN ¿€1 Estado de México, la pasión & se¿nir continuando, publicado en 2005.
LA UNIDAD NACIONAL
En 1940 Manuel Avila Camacho había sido impuesto en la Presidencia a través de un ordinario fraude electoral con el que “venció” a Juan Andreu Almazán. Los disturbios posteriores y sus muertos manchaban la llegada del presidente que intentaba en forma infructuosa arraigar la Unidad Nacional. Su hermano Maximino le ayudaría en la tarea.
En su despacho de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas, Maximino Avila Camacho, considerado por sus biógrafos como “furiosamente antiizquierdista” y vengativo, dio continuidad a la mano dura y autoritaria que ejerció como gobernador del estado de Puebla, donde formó un sólido grupo de políticos de derecha, cuyo alumno más sobresaliente fue nada menos que el luego presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien pareciera que utilizó las enseñanzas de Maximino cuando ocurrió la matanza de estudiantes en 1968, y en la represión y persecución a intelectuales.
El ministerio que dirigía el hermano mayor del presidente parecía camuflar una oficina de combate contra radicales de izquierda y comunistas mexicanos. Desde allí, se hizo enemigo de los sindicalistas, de los ejidatarios y de los campesinos. La expansión del comunismo y del socialismo, una izquierda muy genérica, espoleaba sus ánimos.
Lleno de oscuros presagios, Maximino se preparaba para dirigir al país en el futuro cercano. Quería ser presidente, se creía con derecho. Empeñoso y terco, quería ocupar el lugar del hermano en la siguiente sucesión. Sentado en su despacho de la gubernatura y luego en el de Comunicaciones y Obras Públicas, vio señales equivocadas cuando el presidente viró todas las acciones gubernamentales a la derecha y a la extrema derecha.
En su paranoia anticomunista, este hermano incómodo del presidente no distinguía ni entendía concepciones amplias de izquierda. No aceptaba a los gobernadores que habían formado su propia organización. En su léxico no cabían las palabras libertad e guaMad. No estaba para entender que los políticos mexiquenses formados en el Partido Socialista del Trabajo (PST), pieza angular para la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) en el estado, con todo y su círculo rojinegro, estaban bien arraigados y comulgaban con las ideas del partido en el gobierno. Eran tan priistas como cualquiera, con todas sus mañas, defectos y abusos.
La expansión de su poder lo hacía más peligroso. En alguna ocasión amenazó de muerte al secretario de Gobernación, Miguel Alemán Valdés, quien con pasos tímidos caminaba directo a despachar en la Presidencia de la República.
Algunos miembros del Bloque de Gobernadores —Salinas, Fernández, Zárate, Jiménez y López Padilla— conocían las grandes ambiciones de Maximino, quien desde finales de la década de 1930 formaba alianzas futuristas con militares como el gobernador poblano Gonzalo Bautista o el general chihuahuense Rodrigo M. Quevedo, a

quien protegieron y pagaron una alta fianza después de que asesinó, en el vestíbulo de un hotel fronterizo en 1938, al senador Ángel Posadas.
En dichas alianzas, Maximino también logró el apoyo del gobernador veracruzano Jorge Serdán, el sonorense Anselmo Macías, el queretano Nurandino Rubio y el guerrerense Catalán Calvo. Más tarde sedujo y convenció al potosino Ramón Jiménez. También formaba su grupo con diputados federales de Puebla y Veracruz. Las alianzas del hermano del presidente se interpretaban como símbolo genuino de sucesión adelantada.
Desde 1941, Maximino ya tenía su guerra propia contra el Bloque de Gobernadores: consideraba que el bloque podía hacerse de recursos, además de capacidad de movilización, por encima de la Unidad Nacional.
En los primeros meses de 1942, el Bloque de Gobernadores habría podido terminar como una gran estopa para propagar las llamas de la rebeldía. Cinco de ellos —Estado de México (Zárate), Guanajuato (Enrique Fernández Martínez), Nuevo León (Bonifacio Salinas Leal), Coahuila (Benecio López Padilla) y San Luis Potosí (Ramón Jiménez Delgado), agrupados en la Oficina de Información de Asuntos Económicos de los Gobiernos de los Estados— sobrecogieron el ánimo porque amenazaban con envenenar al empresariado y cuestionaban, no seguían a ciegas las órdenes de reconciliación del general que tenía en sus manos el destino de la República.
El Bloque de Gobernadores mostró su fuerza y alcance cuando el miércoles 18 de febrero de 1942, se reunieron en el Ayuntamiento de Mazatlán representantes de ocho de los nueve estados de la costa del Pacífico para analizar la situación del país.
Les preocupaba la cada vez más inminente entrada a la Segunda Guerra Mundial y el errático comportamiento de la economía nacional. El gobierno federal se veía incapaz para controlar la inflación y estimular la producción.
A la reunión, incluso, estuvo invitado el jefe del Comando de la Zona del Pacífico de las fuerzas armadas, el general y ex presidente Cárdenas.
En el encuentro se alcanzaron dos acuerdos fundamentales que sa cudirían a la Presidencia y a la República. El primero consistía en diecisiete medidas económicas para reactivar al alicaído país. A decir verdad, desplazaban algunas tareas presidenciales. El segundo contenía una serie de disposiciones para hacer frente, en caso necesario, a combates de la Segunda Guerra Mundial. Y ésta fije otra clara intromisión en los asuntos federales. Era demasiado. Aquello fue como una amenaza agravada para la Presidencia de la República.
El viernes 20 de febrero, Manuel Ávila Camacho dio una de sus respuestas más contundentes a los acuerdos del bloque de gobernadores reunidos en Mazatlán. Dos días después de pactar éstos la militarización de las escuelas públicas en sus estados y empezar a tomar otras medidas relacionadas con la guerra, como la defensa civil estatal y la creación de escuelas de aviación civil, el presidente se les adelantó y, sin tomarlos en cuenta, hizo público un decreto de ocho artículos para establecer la educación pública militar obligatoria a cargo de “la Secretaria de Educación Pública, con la colaboración del Estado Mayor Presidencial y las secretarías de la Defensa Nacional y de Marina”.
Bajo el ambiente bélico mundial y la presión a la que Estados Unidos sometía a Avila Camacho, el presidente mexicano intentaba cerrar un flanco interno cuando estaba por declarar la guerra formal a las potencias del Eje —anuncio que se daría el 22 de mayo de 1942—. No quería dar la impresión de ser un gobernante débil, de regateos o, en el peor de los casos, de guiar una nación dividida que apenas dos décadas atrás se había pacificado y había puesto a resguardo el millón de muertos que había arrojado la Revolución.
El asunto del bloque de los gobernadores rebeldes, que ya había convocado para el 17 de marzo de 1942 a un encuentro formal con delegados de cámaras de comercio en el estado de Coahuila, cobró visos de insubordinación.
Aunque en público celebraban y respaldaban las reuniones, los Ávila Camacho enviaron señales inequívocas e incuestionables sobre su verdadero parecer. En pocas palabras, conminaban a los gobernadores a desistir de los encuentros y dejar trabajar al jefe del Poder Ejecutivo federal. Una de las advertencias menos sutiles llegó antes de que se realizara la reunión

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