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viernes, 7 de noviembre de 2014

"Adiós a los padres"

Héctor Aguilar Camín busca a sus padres y los encuentra para poder así decirles adiós en un libro que los redime, al hacer su retrato con dos sentimientos que son distintos, pero complementarios: la admiración y la compasión.

Quiero empezar por la portada del libro. Porque lo primero que me llamó la atención fue el título: Adiós a los padres, un título hermoso, duro, muy duro, que evoca el momento por el que pasamos (casi) todos los hijos —o sea todos, casi todos los humanos—. Y porque lo segundo que me llamó la atención fue la fotografía bajo ese título, exactamente como la describe el autor en las primeras líneas: “He visto una foto de mi padre joven, la mejor de sus fotos. Tiene veintiséis años, viste un traje de lino claro que el aire infla. Está de pie en una playa de guijarros y arena revuelta, junto a una muchacha de talle alto y piernas largas. Dentro de unos años, esa muchacha será mi madre”. Héctor Aguilar y Emma Camín, recién casados aquel verano de 1944, en la bahía de Campeche. Tan jóvenes, tan felices, tan llenos de proyectos, sin saber entonces lo que la vida les depararía.

Sabía algo de esta historia, por algunas pláticas, por algunas lecturas anteriores: la presencia fundamental de la madre y de la tía, y la ausencia del padre. Sabía también que el autor, que llevaba varios años sin publicar una novela, estaba inmerso en ella, y que en ese silencio, agrandado por la decisión de dejar de escribir para la prensa, incubaba una obra que iba a ser importante, sobre lo más íntimo: su familia. Entendí que era un misterio que quería desentrañar, para poder vivir en paz.

Hace unos meses, me dijo que tenía ya terminado el libro, que lo quería mostrar a sus hermanos. Le pregunté si ellos iban a tener derecho a silenciar pasajes. Me dijo que no. El derecho de censura existe al escribir un libro como éste. Todas las familias, como todas las personas, conservan en su intimidad secretos que nadie tiene derecho a divulgar. Al escribir sobre nuestras familias hay así una doble lealtad que puede ser incompatible: lealtad hacia el libro y lealtad hacia la familia. A veces es importante decir cosas que sabemos van a herir a la familia. Qué tan importante es decirlas, qué tanto van a herir a la familia… El autor de un libro como éste tiene que tomar este tipo de decisiones. Una cosa es cierta: si hay algo que es esencial para el libro, pero que debe de permanecer secreto, entonces el libro no puede ser escrito —salvo para la posteridad.

Me quiero concentrar en dos momentos muy dramáticos, ambos referidos al padre: el momento en que desaparece (1959) y el momento en que reaparece (1995).

La desaparición. El padre ha sido derrotado por fuerzas más allá de su control: el ciclón Janet, el despotismo de don Lupe. Eso lo siente su hijo: “No sé cómo pero ya entonces sé que nada sólido puede venir de él”. Y lo sabe sobre todo su mujer, con quien rompe “la apuesta de sustento y compañía que es todo matrimonio”. La familia ha salido de Chetumal, derrotada, hacia la Ciudad de México. Héctor deja de poder mantener a su familia; Emma, en cambio, persevera al lado de su hermana Luisa. Buscan y consiguen algo que admiro: una “epopeya mínima, terca, orgullosa y humilde a la vez (…) tener huéspedes, coser y trabajar, criar a los hijos”. El autor dice, en esta coyuntura, algo con lo que no estoy de acuerdo: que las mujeres quieren mucho tiempo después de que han dejado de respetar lo que quieren. Creo que es algo animal, que persiste a pesar de la cultura: las mujeres ven en el hombre a un proveedor, al cazador que sale de la cueva para traer de regreso el sustento del hogar. Y esto les hace muy difícil querer lo que ya no respetan. Emma ha dejado de respetar —y por eso de querer— a Héctor, quien poco después, a media mañana, abandona para siempre la casa de su familia en la avenida México. Es diciembre de 1959. Su hijo Héctor tiene 13 años.

La reaparición. El reencuentro tuvo lugar en noviembre de 1995, en una posada situada en una de las calles que rodean el Monumento a la Revolución. El autor ve aparecer a su padre en la penumbra de la posada, luego de una ausencia de más de 30 años: “Es un viejo encogido con el pelo pintado de negro. Camina encorvado, casi en escuadra, con la cabeza levantada como la de una tortuga, mirando hacia mí con dos ojillos de loco (…) Aquí está frente a mí, reaparecido después de estos años, aunque no sea él ni sea yo quienes nos encontramos realmente en la posada oscura, sino nuestros fantasmas recíprocos, el del padre que fue y el del hijo que fui, tratando de tocarse en las sombras”. Un par de semanas después, la madre, Emma Camín, celebra sus 75 años, al lado de sus amigos. “Emma está rodeada de amor y de compañía en su vejez. La vejez de Héctor no da a ningún lado, es un viejo que no tiene literalmente donde caerse muerto”.

Al leer esta historia recordé la frase con la que da comienzo una de las grandes novelas de todos los tiempos, y que dice así: Las familias felices se parecen todas unas a las otras, pero cada familia infeliz es infeliz a su manera. Es cierto. Pero Adiós a los padres es un libro de reconciliación, no de recriminación, escrito con austeridad, una austeridad que me gusta porque transmite lo esencial, con sabiduría y con generosidad, pero sin transigir con la verdad. Héctor Aguilar Camín busca a sus padres y los encuentra para poder así decirles adiós en un libro que los redime, al hacer su retrato con dos sentimientos que son distintos, pero complementarios: la admiración y la compasión.

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