A excepción de los días de los grandes terremotos, la Ciudad no había atravesado días como los actuales
Los fantasmas, todos los fantasmas se
aparecieron de pronto en la Ciudad de México. Uno puede encontrarlos al
dar la vuelta en cualquier esquina. Por ejemplo, en Comercio 119, colonia
Escandón.
Ahí existe una empresa de venta y recarga
de oxígeno medicinal. Entre las 8 de la mañana y las 6 de la tarde, la calle se
vuelve intransitable. Hay coches en doble fila. Franeleros peleando cada metro
cuadrado. Vendedores de refrescos, de chicles, de chicharrón.
Hay también una fila de cientos de personas
abatidas que llegan a esperar hasta tres horas para recargar un tanque.
“Ni en lo que el gobierno decía que era el
pico de la pandemia se ha visto esto como se ve hoy”, me dice un
vecino. “Hay momentos en los que sencillamente no se puede pasar”.
Cada persona haciendo fila en esa calle
encierra un drama, una tragedia disparada en la ciudad.
Solo en los primeros 12 días de enero se
han registrado 44, 577 casos de contagio: 2, 164 fallecimientos. La capital,
que se mantiene en semáforo rojo, ha superado las 23 mil 836 defunciones.
Las ambulancias aúllan por las calles de
día y noche. Las redes sociales dan cuenta diariamente de gente contagiada y
gente que se ha ido. Pululan los enfermos que desesperadamente buscan una cama
y las familias que claman por un tanque de oxígeno.
La jefa de gobierno Claudia Sheinbaum
advirtió hace unos días que la ciudad se hallaba al borde del colapso
hospitalario. El IMSS anunció antier que en solo cuatro días se habían ocupado
la mitad de sus camas: según una nota de EL UNIVERSAL, solo le quedaban
42, tanto para atención general como para intubación de pacientes Covid-19.
A las puertas de los hospitales, los pacientes
no dejan de llegar —especialmente desde hace un mes. A toda hora hay personas
llorando, gritando o esperando informes. Es frecuente ver a otras sentadas en
sillas y conectadas a un tanque. “Terrorífico”, es la palabra que mejor
describe lo que está ocurriendo.
En esos hospitales, el paisaje de todos los
días lo conforman largas filas de autos, estacionados en doble fila, y
ambulancias que aguardan, a veces durante horas, a que los pacientes sean
recibidos. En muchos sitios, la única forma de conseguir una cama consiste en
que muera o sea dado de alta el enfermo que la ocupa. Así de simple, así de
brutal.
Los relatos de lo que ocurre al interior de
los hospitales, en medio de la saturación, la falta de equipos, la carencia
de medicamentos, subrayan la atmósfera de caos, de tragedia, de desastre. La
queja generalizada es que “la epidemia se desbordó”.
Los paramédicos intentan convencer a los
familiares de los contagiados que no hay disponibilidad en los hospitales, que
no existe sitio a dónde llevarlos. Y sin embargo, las ambulancias no dejan de
llegar, y las sirenas no dejan de aullar.
A un año del inicio del horror, la capital
está pagando, como ninguna otra ciudad del país, la manera en que el gobierno
federal enfrentó y ocultó la epidemia. La desesperación, y se diría, la
histeria contenida de la jefa de gobierno, apenas pueden disimularse.
Un segundo fantasma se le apareció a Claudia
Sheinbaum el sábado pasado, bajo la forma del colapso del Metro. En 2013
el costo del boleto subió a cinco pesos. Miguel Ángel Mancera prefirió
pagar el costo político para retardar el momento del colapso y transferir la
bomba de tiempo a la administración siguiente. Desde ese año se sabía que en
realidad el precio del boleto tendría que subir a doce pesos, y que el sistema
debía recibir una inversión de por lo menos 30 mil millones durante tres años,
para detener el desastre que se avecinaba.
Nada de eso ocurrió. Y desde luego, nada de
eso fue posible tras la llegada al gobierno de la “austeridad republicana”, en
la que, para colmo de males, Sheinbaum optó por la sujeción a los caprichos de
quien a lo largo de su carrera ha sido su jefe político.
Tras el incendio de la subestación que, por
primera vez en medio siglo, dejó la Ciudad de México sin las principales líneas
subterráneas, el ambiente de crisis se acentuó: 1.4 millones de usuarios se
vieron de pronto sumergidos en el caos, el estrés, el enojo, el tráfico, la
desesperación.
Gente caminando sin rumbo. Éxodo de
pasajeros en las avenidas principales. Unidades de policía acarreando gente
apiñada. Personas que abordan, desesperadas y sin guardar distancia en el
momento de mayor contagio, los vehículos saturados de la Red de Transporte de
Pasajeros. Esperas de 40 minutos o más. Ciudadanos discapacitados o de la
tercera edad vagando como perdidos. Saturación en vagones y andenes de las
líneas del Metro que lograron recuperar el funcionamiento (las otras podrían
tardar tal vez cinco meses).
Al mismo tiempo, las manifestaciones de
propietarios de más de diez mil unidades mercantiles que se hallan en riesgo de
cerrar, para sumarse a las 49 mil que bajaron sus cortinas en el trágico 2020,
y las protestas de empresarios al borde de la quiebra que llaman al gobierno a
“aceptar la responsabilidad ineludible de encontrar alternativas que permitan
reorientar una parte del gasto y brindar apoyo a las empresas y trabajadores
formales”.
A la crisis económica se suma la expansión
incontenible del crimen organizado que en los últimos ha bañado de
sangre la ciudad, llevándola a un nivel de violencia en el que las muertes
relacionadas con la delincuencia organizada, según registro de Lantia
Consultores, “se mantienen por arriba del promedio observado de 2007 a 2016”.
Todos los fantasmas están fuera del
armario. A excepción de los días de los grandes terremotos, la Ciudad de México
no había atravesado días como los actuales. Van a quedar en la Historia y tarde
o temprano la propia Historia habrá de juzgarlos.
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