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lunes, 3 de diciembre de 2018

Qué ganas de creerle al presidente, pero…




Por: Pablo Hiriart

Al país le hacía falta un remezón de conciencia social como el que tuvo el sábado con la toma de posesión del presidente Andrés Manuel López Obrador.

Desde hace muchos años los pobres de México, que son la mayoría, necesitaban un discurso de aliento y consideración como el pronunciado el sábado por el presidente en San Lázaro y el Zócalo.

Pero lo que planteó a la nación, a la nación desprotegida y de clases medias de escasos recursos, es una utopía de buenos sueldos, impuestos bajos y bienestar para todos en el curso de tres años que será imposible de cumplir.

Y no olvidemos que las utopías suelen acabar en desencantos encolerizados, en la búsqueda de enemigos a los cuales perseguir, linchar, quitarles sus derechos. Culparlos de obstruir el sueño que no se hizo realidad.

El México de López Obrador no será la excepción.

Como ocurrió con José López Portillo, que inició su sexenio llorando por los pobres y terminó con una bancarrota nacional pavorosa y culpando a los banqueros de frustrar el sueño de la abundancia, para la que había que prepararnos.

Como ocurrió con Juan Domingo Perón, líder de plazas atestadas de pobres y de templetes en los que juraba reivindicar a los descamisados, y dejó a la rica Argentina convertida en un país empobrecido y polarizado hasta el tuétano, porque millones aún creen que “la oligarquía” les arrebató el porvenir de holgura que les prometió el general.

Una gran promesa de López Obrador fue acabar con la corrupción, sin decir cómo, y desdeñar los instrumentos institucionales de rendición de cuentas y vigilancia ciudadana.

Ya no va a haber corrupción porque nosotros somos buenos y ellos son conservadores corruptos.

Ese simplismo es populismo, y no tiene porvenir porque se demostró en su gobierno en la Ciudad de México, aunque él no haya robado. Los que estaban a su lado lo hicieron a manos llenas y los contratistas consentidos están a la vista de todos.

Denostó al neoliberalismo, haciendo tabla rasa, sin matices.

Lo que hizo fue atacar la economía de mercado e idealizar el pasado estatista, al que gradualmente volveremos.

Su agenda no es liberal, sino estatista.

El dinero llegará del fin de la corrupción.

Prometió bajar impuestos en la frontera y subir salarios.

Repartir dinero a pasto, para todos, gratis, sin tocar la estructura fiscal.

Dijo que vamos a volver a producir petróleo a lo grande sin la reforma energética y renunció al fracking (que le acaba de dar a Estados Unidos la autosuficiencia energética). ¿De dónde el dinero, sin el concurso del capital privado?

Anunció que en tres años va a bajar el precio de la gasolina porque ya estarán reconfiguradas las seis refinerías y estará lista una nueva en Dos Bocas.

No tienen nada que ver una cosa con otra, pues los precios son internacionales, los fija el mercado. El gas no va a subir, ¿cómo sabe? El diésel tampoco. ¿Cómo?

Las respuestas a esas preguntas tienen una respuesta: subsidios. Precios controlados.

Llamó a las políticas económicas de los últimos 36 años “un desastre, una calamidad”, porque son neoliberales.

Ante eso sólo existen dos alternativas: regresar al estatismo, o hacer más de lo mismo con aliento social. Y dijo que no habrá más continuidad.

¿O cuáles van a ser esas políticas? No lo dijo. Se limitó a señalar que los recursos provendrán del fin de los lujos del gobierno y del fin de la corrupción.

Eso no alcanza para dar dinero a todos, crear un sistema de salud a la altura de Canadá y de los países nórdicos, universal y gratuito en todo el territorio nacional. Hacer 100 universidades. Explorar, refinar. Bajar impuestos, alimentos baratos, subir sueldos…

¿Habrá medido el presidente el tamaño del coraje que habrá cuando la población pruebe la pócima fría del desencanto?

Ahí vendrán los culpables. Los linchamientos. La justicia al contentillo de la muchedumbre enardecida.

Dijo que no habría persecuciones al pasado, salvo que el pueblo lo pida.

Por supuesto que lo va a pedir cuando venga la frustración.

Para atrás la reforma educativa. Congelada la energética. Puesta en la picota de su enojo la de telecomunicaciones (la mencionó como el colmo). Satanizada la agenda económica liberal.

¿Qué viene?

Populismo puro y duro. Con un presidente cercano, querido, idolatrado por millones dispuestos a dar la vida por él.

Y un montón de “conservadores corruptos” –millones, también– que pagarán el costo de una utopía irrealizable.

Ojalá el humo del copal que lo purificó en el Zócalo le haga recordar que es humano. De este mundo.

Y que con bajar la corrupción, la inseguridad y la desigualdad, habrá cumplido un gran papel.

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