UNIVERSIDAD IBEROAMERICANA
Por Víctor Manuel Pérez Valera.
Profesor emérito de la Universidad Iberoamericana.
Dos hechos horribles y a cual más inhumanos y salvajes se perpetraron en la segunda guerra mundial: el primero fue ejecutado por los vencidos: el holocausto nazi, el segundo, por los vencedores, las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Este último y cruel episodio fue inmortalizado en los murales horripilantes de Iri y Tochi Maruku.
También fue llevado a la pantalla por Akira Kurosawa en Rapsodia de agosto. No menos impresionante fue el relato de Pedro Arrupe, misionero jesuita, y a la postre general de su orden, en su libro ¡Yo viví la bomba atómica! Vale la pena recordar estos denigrantes hechos, cuyo 70 aniversario se acaba de recordar. Recordar es llevar al corazón, como lo explicitaba Ortega y Gasset, a fin de repudiar desde lo más íntimo del hombre toda guerra y toda violencia.
En el mes de abril de 1945 Hitler ya había admitido su derrota, sin embargo, el 6 de agosto se arrojó la bomba atómica que destruyó Hiroshima y tres días después la que destruyó Nagasaki. El 20 de noviembre de ese año fueron condenados los principales jefes nazis en el tribunal de Nüremberg acusados de “violación a las leyes y costumbres de la guerra y de crímenes contra la humanidad”. La Haya en 1923 había prohibido los bombardeos sin discernimiento que alcanzaran a no combatientes. Lo cual era obviamente aplicable al lanzamiento de estas bombas atómicas. La razón que adujo Truman para arrojarlas era banal: “para acelerar el fin de la guerra”.
En el tiempo de la guerra Pedro Arrupe, médico y especialista en ética médica que había estudiado en Valkenburg y en Cleveland ocupaba un puesto importante en Nagatsuka a 6km de Hiroshima. A las 8:15 am un avión B-29 americano dejó caer una bomba que fue acompañada por un fogonazo, como una inmensa llamarada de magnesio, a los pocos segundos apareció una columna roja de llamas y se escuchó un terrible estallido acompañado de insoportables hondas de calor que arrasaron toda la ciudad. Los terremotos de Tokio y Yokohama 20 años antes que dejaron 200 mil muertos resultaban una hecatombe pequeña.
Arrupe y algunos compañeros irrumpieron en la ciudad tratando
de ayudar en lo que fuera posible: “se presentó ante nuestros ojos –cuenta Arrupe- una visión dantesca... Es imposible imaginársela y mucho más describirla. Muertos y heridos en confusión terrible sin que se tendiese sobre ellos la compasión salvadora de un samaritano.
Ninguno de los que vivimos aquellos momentos podremos olvidarlos jamás. Gritos desgarradores, que cruzaban el aire como los ecos de un inmenso aullido. Porque aquellas gargantas, destrozadas por el esfuerzo de muchas horas pidiendo auxilio, emitían unos sonidos roncos que nada tenían de humano... Mucha más honda que cualquier otra pena, era la que se experimentaba al ver a los niños desechos, agonizantes, abandonados y sintiendo sobre si todo el peso de su propia impotencia... Una pobre creatura se retorcía desde hacía 8 horas con un pedazo de vidrio clavado en la pupila del ojo izquierdo. Todavía más espantosa era la visión de aquel otro que se revolcaba en un charco de sangre con una gruesa astilla clavada en los intercostales. Ocho horas también con estas puñaladas de madera atravesándole el pecho… sus facciones descompuestas por el dolor habían pasado de la lividez primera a un color aceitunado verdoso… y así todos con unos sufrimientos de agonía lenta que no sé cómo no explotaban en una desesperación sin límites. Y nosotros viendo como se nos morían centenares de personas a cada paso…”
Poco a poco de Tokio, Osaka y Kobe empezaron a llegar ayudas, pero no entraban a la ciudad: “no entren en la ciudad –nos dijeron- porque ha quedado cubierta con un gas cuya eficacia mortífera es de 70 años” No obedecimos. Se imponía plenamente nuestro compromiso religioso: había 120 mil heridos que necesitaban ayuda y mucho más de 50 mil muertos que urgía cremar para evitar una peste que azotara la comarca. El escritorio de Arrupe se convirtió en improvisado quirófano y la casa se llenó pronto de más de 100 heridos que esperaban pacientemente las curaciones improvisadas pero eficaces de don Pedro Arrupe. Así, se pudieron salvar cientos de vidas. El temple y la audacia del jesuita Pedro Arrupe, lo convirtieron años más tarde en uno de los más grandes líderes de la Iglesia, quizá comparable con el empeño de cuidar nuestra casa común y la reforma de la Iglesia que postula su correligionario el Papa Francisco.
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