POR ALEJANDRO HERNÁNDEZ
Encuestita sobre encuesta, pregunto a 15 personas qué opinan acerca de los resultados del sondeo de Grupo Reforma relativo a la confianza que tienen los mexicanos en sus instituciones.
Muestro a cada uno los porcentajes de confianza y de desconfianza. Todos sonríen con cierto regocijo. Es una especie de pequeña venganza.
Celebran que sólo 16 por ciento crea en los partidos políticos; festejan que en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos sólo confíe 35 por ciento; en el Instituto Nacional Electoral, 34; en el gobierno de Enrique Peña Nieto, 27; en la Suprema Corte de Justicia y en el Congreso de la Unión, 24; y en la Policía, 20. En la Iglesia y en el Ejército confía uno de cada dos.
Se lo merecen, dice uno; estoy de acuerdo, dice otro; y cada vez va a ser peor, asegura un tercero, casi alegremente, y continúan expresiones similares.
Yo, lo acepto, también he experimentado esa sensación de minidesquite. Pero luego de mi sondeo amateur, la fiestecilla interior se va desvaneciendo. Porque la desconfianza no debe celebrarse.
¿De dónde proviene el gusto de saber, o de confirmar, que los mexicanos no creemos en nuestras instituciones? ¿Vendrá de sentir que tales desaprobaciones serán un golpe en la cabeza de quienes las dirigen? ¿Será que se espera que reaccionen y rectifiquen?
Lo de la reacción me parece ilusorio, pues es evidente que todos piensan, creen, defienden, que lo están haciendo bien. Lo más seguro es que sostengan que la encuesta está errada y que no refleja el sentir de los mexicanos porque a ellos les consta que la patria entera reconoce y aplaude su trabajo.
Al margen de ello, luego del gusto inicial, qué nos queda. Nos queda un país sin confianza. ¿Y qué es un país, una familia, un médico, un actor, un equipo deportivo sin confianza?
Una institución que no goza de confianza y una persona que no confía son polos de una misma carencia. Ni la primera puede desempeñarse con altura ni la segunda puede esforzarse con entusiasmo.
La confianza da certidumbre, alienta e inspira. La confianza es un valor que nutre al que la recibe y al que la otorga. La confianza fortalece; la desconfianza debilita.
¿Qué representa la existencia de instituciones no confiables y de ciudadanos desconfiados? Representa la ruptura entre el Estado y esa parte esencial de su naturaleza: la población. Significa que en lugar de la fuerza de la unión padecemos la anemia del distanciamiento.
De los partidos políticos emergen, en su inmensa mayoría, los gobernantes y los legisladores. ¿Qué puede esperarse de los frutos si se desconfía del semillero? ¿Por qué los hombres y las mujeres de los partidos políticos, en los que no se cree, podrían ser creíbles en el gobierno?
Similares preguntas podríamos hacernos respecto del resto de lasinstituciones.
La confianza, fundamento de la acción conjunta y fuente del desarrollo y la armonía, es el gran paraguas de la democracia.
La confianza permite, entre otras cosas, que se realicen inversiones, se denuncien los delitos, se paguen los impuestos, se acuda a votar, se respalden las decisiones, se trabaje con ahínco y se crea en el futuro.
Depositarios o depositantes, todos necesitamos de confianza porque sin ella no hay fortaleza ni alegría ni compromiso duraderos.
Pero la confianza no puede imponerse ni decretarse. Tampoco se regala ni se deposita a ciegas. La confianza, ya se sabe, se construye, se gana y se merece.
Ojalá que quienes dirigen las instituciones hagan a un lado la tentación de defenderse o autoengañarse, reconozcan que sus acciones y omisiones han vulnerado la confianza y asuman el imperativo de mejorar su desempeño.
Un Estado no puede debilitarse como consecuencia de la insensibilidad y la soberbia. Los servidores públicos, fugaces por definición, están obligados a restituir la confianza en las instituciones, pues éstas no les pertenecen y no tienen derecho a fracturarlas.
Directorio
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