La alianza
electoral en la que concurren PAN, PRI y PRD en el proceso electoral 2021 tiene la intención de defender lo
más básico de la democracia que asedia cotidianamente el gobierno de AMLO.
Defensa de la democracia contra el autoritarismo; de la división de poderes
contra la concentración de poder en el Ejecutivo; del federalismo y las
instituciones autónomas contra el clientelismo y la utilización de grandes
grupos sociales para propósitos de partido; del carácter civil del servicio
público contra la militarización creciente de las ramas del gobierno,
etc. Si estas no fueran las disyuntivas en que el gobierno de la cuatroté
coloca al país, la alianza no tendría sentido y podría verse como una
incongruencia de partidos que en realidad disfrazarían en ella finalidades
oscuras, como lo hacen sin duda Morena y sus aliados el Verde y el PT.
Pero los actuales no son tiempos normales.
Vivimos en un periodo de la historia de México en que una gran regresión
histórica ha tomado las riendas del poder disfrazada de transformación
progresista. Eso es lo que nos ofrece el populismo de AMLO en la economía, la
vida social, la política y la cultura —y ni qué decir del criminal manejo de
la pandemia—, dando a cambio una exhibición de ineptitud y mediocridad
para gobernar y la denigrante formación de una base de apoyo a través de
transferencias directas personificadas en dádivas del jefe máximo. Por esta
razón, se justifica plenamente la unidad de los partidos de oposición para
contender contra Morena y sus satélites. Pese a quien le pese, esos
partidos son parte de la defectuosa pero existente democracia mexicana que
aquellos se empeñan en derruir. Entre estos partidos hay diferencias claras,
pero tienen coincidencias implícitas o explícitas que con frecuencia ni ellos
mismos advierten y que es menester poner en primer plano.
La Alianza está ayuna de este programa
común que puede desplegar con detalle y hacerlo con gran transparencia y
claridad para el público, sin defecto de la singularidad de cada partido. El
aspecto principal que merece una centralidad visible es la coincidencia en el
imperativo de sostener la democracia constitucional con todos y cada uno de sus
derechos y consecuencias institucionales para continuar la interrumpida
construcción de un estado democrático de derecho.
La democracia constitucional no es
únicamente la garantía del voto de la mayoría. Esta por sí sola, sin atarse a
los derechos fundamentales comporta el riesgo de la imposición despótica cuyo
espejo latinoamericano es Venezuela. La democracia constitucional exige la
aceptación colectiva de que todas las personas tenemos derechos que ninguna
mayoría puede violentar, negar, abolir o regatear. Únicamente dentro de esos
límites es admisible que la voluntad mayoritaria imprima una dirección que
deberá siempre respetar el objetivo de ampliar, no de restringir esos derechos.
La alianza de la oposición por el
control de la mayoría de la Cámara de Diputados debe centrarse más que nunca en
la defensa de las instituciones de equilibrio de poder y rendición de cuentas.
Sin ellas, los derechos civiles, políticos y sociales que se desmantelan día
con día serán reducidos a cenizas. Por eso es urgente que se proponga un
programa político y legislativo inequívoco y detallado que imponga los límites
que el Ejecutivo ha ido destruyendo uno por uno.
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