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jueves, 21 de febrero de 2019

El Padre Trampitas: el cura que bautizó a mil presos en las Islas Marías



Conocí al Padre Trampitas en 1982, en la Colonia Penal de las Islas Marías, donde prestó su servicio sacerdotal de manera voluntaria durante 30 años, sacrificando su libertad para vivir entre sentenciados a cárcel, aceptando él mismo ser uno más en prisión. “Sin ningún sueldo y sujeto a las leyes del cautiverio”.

El Padre Trampitas –apodado así cariñosamente por los colonos del penal– se llamaba Juan Manuel Martínez. Era un hombre alegre y bromista. Lo recuerdo como una persona delgada, pero vigorosa. Lo conocí junto al muelle de la isla, mientras el barco militar que transportaba los víveres hacía los últimos preparativos para zarpar.

En aquella ocasión fui como reportero –con permiso especial de las autoridades de la Secretaría de Gobernación– a fin de levantar algunas notas sobre la vida, la producción de alimentos en ese archipiélago ubicado en el Océano Pacífico y la captación de agua de lluvia para el autoconsumo.


Uno de los custodios señaló al sacerdote, quien se encontraba a pocos metros de distancia platicando con varios internos. El ambiente que tenían era cordial. La charla, sin duda, era amena, pues todos reían y estaban alegres.

Me acerqué al Padre Trampitas y me presenté para solicitarle una entrevista. Aceptó y me presentó a sus interlocutores: “… son un poco ladroncitos, un poco matoncitos, pero también son Hijos de Dios…”

El Padre Trampitas, antes de asumir con toda responsabilidad la vida religiosa, fue –según sus propias palabras– una especie de San Pablo, pero antes de que éste se convirtiera al Señor.

Juan Manuel Martínez, de joven, fue un fanático anticlerical. Apedreó a varios sacerdotes, incluso a un obispo, e intentó dinamitar una catedral; pero un día, al ver llorar a su madre, sintió el llamado de Cristo. Sobre todo cuando ella le dijo: “Te amo porque eres mi hijo, pero sufro mucho por tu actitud”.

En ese momento, Juan Manuel Martínez le hizo un juramento y cambió su forma de vida. Decidió ingresar a un seminario en Estados Unidos, pues en México era imposible que lo aceptaran por su conocida oposición a la Iglesia Católica.

Luego de haber sido ordenado, el Padre Trampitas regresó a México y voluntariamente quiso consagrar su vida a las personas que estaban privadas de su libertad por haber cometido delitos graves.

Durante la entrevista en Islas Marías, confió varias anécdotas, entre ellas la que sería su última voluntad:

–Quiero que me entierren junto a “El Sapo”.

Se trataba de uno de los delincuentes más crueles y sanguinarios de su tiempo, a quien se le atribuían, sin comprobar, más de cien asesinatos, siendo su primera víctima un compañero de escuela a quien le clavó en el pecho un compás.

El sacerdote jesuita me platicó cómo “El Sapo” tuvo una conversión sincera cierto día en el que ambos coincidieron en el cementerio del penal, cerca de la tumba del mejor amigo de “El Sapo”, y donde el delincuente le dijo al Padre que quería confesarse. Ambos se sentaron sobre un sepulcro y al preguntarle cuáles eran sus pecados, “El Sapo” respondió: “Todos”.

Después de darle la absolución, el sacerdote le preguntó qué oraciones sabía rezar para dejarle una penitencia, a lo que “El Sapo” contestó: “ninguna”.

–No te preocupes, yo haré la penitencia por ti, pero me gustaría que este domingo asistieras a Misa— agregó el Padre Trampitas.

Desde aquel día –me platicó el sacerdote– “El Sapo” jamás faltó a Misa y ambos se volvieron grandes amigos. “Él aprendió a rezar”.

Cuando falleció el Padre Trampitas, fue sepultado cerca de la tumba de “El Sapo”, con lo que se cumplió su última voluntad.

Los caminos de Dios nos resultan extraños, pues Él permitió que el joven Juan Manuel Martínez fuera anticlerical para luego experimentar en carne propia los dones y valores de la conversión.

Gracias a su experiencia, supo ser Buen Pastor para lograr el cambio de vida de incontables personajes a lo largo de tres décadas de ministerio al interior del penal.

“El Padre Trampitas ya está inventariado en las Islas”, comentó uno de los internos a un servidor.

“Muchas personas que aquí estuvieron detenidas ya obtuvieron su libertad, pero el Padre sigue aquí, y aquí seguirá, como preso voluntario, porque en verdad que lo que él hace nadie más lo hará”.

En efecto, el Padre Trampitas, además de su misión sacerdotal, ayudó a que muchas personas y sus familias se adaptaran a un nuevo modelo de vida, pues en las colonias penitenciarias de la Isla Madre, los internos tienen la oportunidad de convivir con sus familiares, razón por la cual, las personas que son enviadas a este centro penitenciario, no deben tener en su historial delitos contra la familia.

El templo de Islas Marías no es muy grande. Se asemeja más a una pequeña capilla con su sacristía, pero en este lugar muchas personas han encontrado a Cristo.

Pablo el blasfemo
Son muchas las anécdotas sobre el Padre Trampitas que se cuentan en el penal de Islas Marías. Una de ellas es la conversión de Pablo, un hombre que durante 12 años se llenó la boca de blasfemias a la Virgen María, pero que se convirtió gracias a una alabanza comunitaria.

Contaba el propio sacerdote que en una ocasión, mientras un grupo de 40 hombres descansaba de su trabajo al lado del mar, él se les acercó y los invitó a cantar una alabanza. Ante la negación de los presos, un custodio los amenazó diciéndoles que el que no cantara se las iba a ver con él y además era un hijo de…

“Oíste Pablo, ¿vas a cantar?”, preguntó el guardia, a lo que el hombre respondió: “Sí voy a cantar, pero sólo porque no quiero ser hijo de esa cosa”.

Los 40 hombres comenzaron a entonar la alabanza mientras el Padre Trampitas pedía a Dios, en secreto, que le ayudara con un milagro para que todos esos presos creyeran. Le ofreció al Señor sus propios sacrificios y las oraciones que muchas religiosas elevan por los internos de ese penal.

Cuando la alabanza terminó, Pablo estaba de rodillas con las manos en posición de oración. El sacerdote se le acercó y le preguntó qué tenía, que si le dolía algo, y éste respondió: “Me duele el alma, Padre… me duele el alma”, gritó.

–¿Quieres confesarte?—, preguntó inmediatamente el Padre Trampitas.

–En caliente—, respondió el preso.

Y así fue, se lo llevó a la sombra de un árbol y le pidió que se sentara, pero Pablo se negó: “no, Padre, así no, yo de rodillas y usted parado”. Y ahí empezó la conversión de aquel hombre, que desde entonces no pasaba un día sin bendecir a la Virgen Santísima y sin comulgar porque –cuenta– hizo su Primera Comunión.

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Pancho Valentino, el matacuras
Fue un conocido luchador que mató a un sacerdote en la Colonia Roma. Cuando llegó a Islas Marías, se presentó así ante el Padre Trampitas:

–Yo soy Pancho Valentino, el matacuras, ¡eh!

–Pues yo soy el Padre Trampas, mejor conocido como el que mata a los matacuras, y no te me enchueques porque te lleva…

Por muchos años no se hablaron. Todas las mañanas el sacerdote pasaba cerca de aquel hombre y lo saludaba: “Buenos días Pancho”, pero éste sólo le lanzaba una mirada despectiva y escupía al suelo.

Pancho Valentino fue uno de los prisioneros más famosos del penal de Islas Marías. Foto: Agencias
Pancho Valentino fue uno de los prisioneros más famosos del penal de Islas Marías. Foto: Agencias

Un 2 de enero, por la mañana, un preso fue en busca del Padre Trampitas para informarle que Pancho Valentino le había pedido que colaborara con él para asesinarlo, pero no había aceptado porque al sacerdote le debía la salud de su esposa y de su hijo.

–Ándese con cuidado, Padre, Pancho lo quiere matar.

Ese mismo día, después del toque de queda, a las 20:30 horas, el “Matacuras” entró al cuarto del sacerdote y le ordenó que saliera. Éste lo siguió sin cuestionarlo seguro de que esa noche iba a morir. No hizo ningún intento por pedir auxilio, pues para él era un honor morir en la cárcel. Sólo le ofreció a Dios su vida por la salvación de los internos de aquel penal. “Que de algo sirva mi sangre, Señor”, dijo en secreto.

Finalmente llegaron hasta la capilla y entonces Pancho Valentino soltó una fuerte carcajada. Volteaba para todos lados con un rostro desfigurado, burlándose de las imágenes y del sacerdote.

Cansado de tantas blasfemias, el Padre Trampitas se armó de valor y le dijo: –“así no, termina ya Pancho, ya sé a lo que vienes, mátame como mataste a mi hermano sacerdote hace exactamente 10 años”.

En ese momento, el rostro del preso quedó inmóvil y sus ojos se fijaron en la imagen de la Virgen de Guadalupe. Después de varios minutos, rompió extrañamente el silencio: “Ya no Virgencita, ya no, por favor”, y corrió hacia el Sagrario. Desesperado, golpeaba el piso y gritaba.

–Ya no, ya no quiero matar, perdóname, Señor. Si quieres quítame la vida, pero perdóname, por favor, ya no quiero matar a otro cura.

–Al día siguiente –contaba el mismo Padre Trampitas– Pancho Valentino se confesó y comulgó en Misa. Todos los días iba a la iglesia y participaba de las celebraciones… pero todo el tiempo de rodillas. Con los años, le apodaron “El loco” porque todo lo que hacía se lo ofrecía a Dios en sacrificio. Los viernes, sin falta, se iba a un cerro y subía y bajaba una cruz de 70 kilos hecha por él mismo con palo negro.

Hasta que el Señor lo llamó.

El preso Pimentel
Hubo un preso de apellido Pimentel que, después de durar 18 años en la prisión de Islas Marías, a sus 57 años de edad se ordenó sacerdote.

Decía al respecto el Padre Trampitas: “Cuando ve uno esto, entonces se convence de que vale la pena todo el sufrimiento y el hambre que se pasa en un reclusorio”. Y contaba lo triste que fue para él aquella ocasión en que, a pesar de solicitar a la Secretaría de Gobernación el permiso para salir por unos días y poder vivir de cerca una de las visitas de Juan Pablo II, la autorización nunca llegó y se tuvo que resignar a quedarse en la Isla.

Sin embargo, solicitó a cambio un gran favor al director del Penal:

“Le pedí que durante el tiempo que durara la estancia del Santo Padre en México no se trabajara en Islas Marías para que todos los presos pudieran seguir por televisión al Papa. Y el director me lo concedió. Los presos lloraban, aplaudían y hasta se arrodillaban cuando el Papa iba a dar la bendición”.

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La despedida
El Padre Trampitas murió a los ochenta y tantos años de edad, tras dejar un legado de más de mil presos bautizados en Islas Marías.

Cuentan que, poco antes de morir, se acercó a él un preso que le apodaban “El Cerillo” y le preguntó:

–¿Qué está pensando Padre Trampitas?

–Pus que ya estoy muy viejo y que para poder morir tranquilo me gustaría que un sacerdote viniera a cubrirme. Pero no he podido conseguir un padre que viva y los quiera como yo. Que se sientan acompañados.El Cerillo” levantó los ojos y mirándolo fijamente, con una profunda fe, le respondió:

–Padrecito, me admira que siendo liebre, no sepas correr el llano. Tú mismo nos has dicho que Cristo nos ama con amor infinito, ¿verdad?

–Pues sí…

–Pues entonces cómo tisnados nos va a dejar solos. Seguramente ya está preparando a otro sacerdote para que venga aquí cuando tú te vayas. Lo más chistoso es que ese padrecito no se imagina siquiera que lo van a mandar para acá.

Los dos se echaron a reír.

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