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miércoles, 29 de octubre de 2014

Deslindes

Tribunal de la Verdad debería juzgar a los gobiernos estatal y federal por la desaparición de los 43 normalistas


La salida de Aguirre y la llegada de Rogelio Ortega Martínez como gobernador sustituto con un discurso salpicado de lambisconerías a Peña Nieto, nada resuelve

Continúan desaparecidos los 43 normalistas y las protestas, bloqueos carreteros y anarquistas atracos a supermercados no cesan


Al Director Juan Manuel Padrón Lara, por su descumpleaños

México DF.- Los neoliberales en el poder saben poco sobre el arte de gobernar a un país y de enarbolar la justicia, como bien todo México y el mundo deducen de la incapacidad de las instituciones para encontrar a los 43 estudiantes de Ayotzinapa y sus verdugos intelectuales, a un mes de que la autoridad local los agredió, secuestro y desapareció (nadie dice por y para qué), con la ayuda del crimen organizado y la omisión cómplice de los gobiernos estatal y federal.

Sobra decir que el pasmo y la nada atraparon a lo largo de este mes de octubre a las gobernantes y los partidos (que siempre han sido hábiles, sin embargo, para el engaño y la simulación), cuando la gente se les vino encima con paros, marchas, plantones y bloqueos, una forma de sacar a la luz su ira e indignación contra los bestiales sucesos de Iguala, además del fusilamiento de Tlatlaya, impunes como 98 por ciento de los delitos que padecen los mexicanos.

A todo el repudio nacional e internacional por aquellos crímenes de lesa humanidad, se ha respondido con palabrería y promesas, habitual a los alumnos de la demagogia, con el invento de culpables o el juicio a personajes menores, para salvarse a sí mismo y a los verdaderos criminales que ordenaron las matanzas, de ser llamados a cuentas. Un tribunal de la verdad, justo e imparcial, debería juzgar la tolerante pasividad y las omisiones de las autoridades estatales y federales en cuyas narices se sometió a tiros los jóvenes normalistas para llevárselos en patrullas municipales a desaparecerlos.

Llena de altanería la clase política arracimada en gobiernos, legislaturas, instituciones y partidos, despreció a la sociedad durante mucho tiempo con su despotismo y desoyó sus reclamos, carencias y hambre de que les sirvieran los órganos de justicia, hasta que las tragedias rebosaron la copa de la impunidad y levantaron las voces de un pueblo disminuido por las mafias que regentean la partidocracia y los dineros y recursos públicos en su inmoral provecho.

Ahora los personeros de esta clase política se hacen lenguas entre su diarrea verbal que ventilan los medios, por congratularse con un pueblo que con el tiempo y sus acciones peleadas con la ética, les ha perdido el respeto, la confianza y la credibilidad y esta vez les exige como nunca antes justicia y el regreso de los normalistas al grito que rebota por todos los rincones del país y del mundo de “¡vivos se los llevaron, vivos los queremos!” Aturdidos por la dimensión de los hechos, los políticos de todos los partidos, con su tardía y torpe reacción, se han enredado en su discapacidad mental.

Al estilo de la guerra sucia del pasado reciente las autoridades federales han querido salirse del ojo del huracán adonde su incapacidad los postró, con el desvío de líneas de investigación para querer enlodar a los desaparecidos insinuando que pertenecían al crimen organizado, pero la temeraria versión sólo sirve para que sus torpezas aticen más el fuego de la sociedad contra sus confesas ineptitudes, como la de ofrecer por incapacidad recompensas a quienes informen sobre el paradero de las víctimas y los victimarios: una genial estrategia para estados faltos de aptitud para garantizar por su cuenta y con sus instituciones seguridad y justicia a sus habitantes. O la justicia a la manera del mítico Viejo Oeste.

Hacía mucho tiempo que la sociedad mexicana, paciente y temerosa ante las arbitrariedades del poder a través de los años, no se sentía lastimada y con tanto coraje como hoy con los bárbaros sucesos de Iguala del 26 de septiembre pasado, cuando los normalistas cayeron heridos algunos y muertos otros y unos más fueron secuestrados a punta de cañón, sólo porque habían “tomado en préstamo” varios autobuses urbanos para asistir a la marcha del 2 de octubre conmemorativa de la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968, perpetrada por el estado que encabezaba Gustavo Díaz Ordaz.

Hemos visto inclusive a organismos de académicos y universitarios de tradicional simpatía y docilidad borreguil con los gobiernos en turno, mostrarse con enojo y rabia mediante desplegados de prensa contra esta barbarie y la violencia en general, los yerros y la corrupción e impunidad que caracteriza a la autoridad aunque pretenda ocultarla con mordazas consentidas a la prensa, con estadísticas mentirosas y con verborrea que nadie les cree: ni sus mismos correligionarios. Así han podido estos sectores aflorar su indignación por el inaudito salvajismo de Iguala y las complicidades de los tres niveles de gobierno, aun cuando se empuje la especie de que fueron el alcalde prófugo José Luis Abarca Velázquez y su esposa María de los Ángeles Pineda Villa los solitarios autores intelectuales, para evadir culpas en las demás esferas gubernamentales.

Entre los análisis de la situación anterior a los hechos y sus consecuencias, destacan la de especialistas en seguridad que señalan a las distintas dependencias legales y de espionaje del gobierno como responsables de haber dado la voz de alerta a los altos mandos del poder sobre cómo el crimen organizado venía tomando las riendas en Iguala y muchos municipios más de Guerrero, como de otros estados del país; cómo surgía el vacío de autoridad y cómo avanzaba la delincuencia a la vista de los gobiernos municipal, estatal y federal, que por lo dicho allá mismo convivían con cierta normalidad. Dicen esas voces que los cuerpos de seguridad debieron informar todo a las cúpulas donde – suponen – desestimaron el peligro y nunca actuaron para conjurarlo.

Frente a un problema del tamaño de la tragedia de los normalistas de Ayotzinapa, tampoco hubo una respuesta inmediata y eficaz y, por falta de talento y oficio político, la autoridad federal dejó correr el tiempo escondida del alud de críticas y pudo reaccionar sólo cuando alzaron la voz el gobierno de los Estados Unidos, la ONU y la OEA, para exigir al gobierno de mexicano que sacara su cabezota de avestruz del centro de la tierra y asumiera su responsabilidad en la busca de solución al caso Iguala mientras la especie le daba vueltas al mundo horrorizando a todos. Su torpeza los había llevado a decir, para desligarse, que los actos bárbaros de Iguala eran de incumbencia local.

A estas alturas el río se ha revuelto en demasía y el recelo sobre las investigaciones y su avance hacia los culpables domina las mentes incluso entre quienes al principio confiaron en un desenlace imparcial. Porque la gente se hace, entre otras, preguntas como por qué la autoridad se olvidó de su informe inicial de que la fosas clandestinas donde exhumaron los primeros 28 cadáveres se hallaron por la delación de policías que intervinieron en la desaparición de los normalistas y sugerían que eran sus restos. O cómo violaron los protocolos mientras exhumaban y desde qué momento los forenses argentinos comenzaron a indagar la identidad de los muertos.

Más atentos a cuidar sus intereses que los de la sociedad y, en especial, los de los normalistas desaparecidos y sus familiares y el clamor nacional e internacional por que los encuentren vivos, las autoridades y los partidos anduvieron negociando a nivel de marchantes la permanencia de Ángel Aguirre Rivero en el gobierno de Guerrero y tanto el PRI-Los Pinos como el PRD-Los Chuchos se esmeraron en argucias para sostenerlo entre el polvorín que amenaza con incendiar otras regiones. Su salida y la llegada de Rogelio Ortega Martínez como gobernador sustituto con un discurso salpicado de lambisconerías al señor Peña Nieto, nada resuelve: continúan desaparecidos los 43 normalistas y las protestas, bloqueos carreteros y anarquistas atracos a supermercados no cesan. Sigue la espera de la identidad de los restos descubiertos anteayer en las orillas de un basurero de Cocula, a unos 30 kilómetros de Iguala.

Hacia dónde caminará la ira y la indignación ciudadana cuando la verdad se conozca, es un enigma que pone a la clase política la carne de gallina.

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