López Obrador ha lastimado de muerte al INE y ahora, de acuerdo con su propia lógica y pensamiento, busca dejarnos sin la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Nadie nunca podrá acusar al presidente Andrés Manuel López
Obrador de que, al menos en dos cosas, haya mentido o no haya sido claro sobre
qué es lo que quería hacer. La primera –como ya lo manifestó anteriormente– es
su intención de mandar al diablo, desaparecer o dejar prácticamente inservibles
a las instituciones. Con respecto a este objetivo presidencial, va bien. Ha
lastimado de muerte al INE y ahora, de acuerdo con su propia lógica y
pensamiento, busca dejarnos sin la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Se
me podrá decir que para los males nacionales de poco ha servido contar con este
instrumento. Aquí me gustaría recordar cuando en 1994 Ernesto Zedillo realizó
uno de los cambios más significantes de esta institución haciendo una reforma
constitucional que recortaba el número de ministros de 26 a 11 de ellos. Este
cambio se realizó buscando, como siempre lo hizo el expresidente e
independientemente de los talentos que lo rodeaban, la reinstauración y
fortalecimiento institucional.
Al momento en el que redacto esta columna no queda claro si
finalmente se consumará lo anunciado por el presidente López Obrador como por
lo hecho por la ministra Yasmín Esquivel, que es luchar hasta el final. Una
lucha que olvida que las instituciones y las leyes no nacen cuando se publican
en los códigos o en las gacetas oficiales de la República, sino que lo hacen
cuando ganan el respeto colectivo y cuando su cumplimiento es en beneficio de
la sociedad o de las instituciones. Para la candidata de López Obrador, la
ministra Esquivel, mantener su puesto o llegar a ganar la presidencia de la
Suprema Corte en las condiciones actuales supondría la mayor derrota para la
institución.
Cuando uno alcanza a ser ministro de la Suprema Corte,
inevitablemente y a pesar de la existente separación de los poderes, se
convierte en un personaje político. Sin embargo, es necesario mencionar que en
la política siempre hay víctimas inocentes. Vaya por delante que me gustaría
que en este caso el año del jazmín lo fuera en vano y que al final fue el
resultado de un juego político atroz impuesto por el C. Presidente. Pero hasta
que lleguemos a ese punto, lo que hay que reconocer es que su permanencia en la
carrera y el planteamiento desarrollado sólo tiene una víctima, que no es
Yasmín Esquivel, sino que es la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
El presidente López Obrador no derramará una lágrima por la
ley, ya que no cree en ella. Pero los demás debemos prepararnos y saber que a
estas alturas cualquier solución es mala, pero la peor es la que, frente al
sacrificio –aunque sea injusto– de una persona, está presente la inmolación de
una institución de la que podemos, debemos y no tenemos más remedio que esperar
muchos millones de mexicanos. No pierda más tiempo mirando hacia atrás. No
llore más. Y es que –a pesar de generar lágrimas y suficientes fluidos
corporales como para dejar el testimonio de nuestros dolores y, ocasionalmente,
de nuestras alegrías en forma de agua que se desprende de los lagrimales– la
verdad es que necesitamos toda la fuerza para poder construir el mañana. En
algún punto del futuro podremos leer, sin perder mucho tiempo, que en el año
2023 o bien comenzó la contratransformación o bien inició la búsqueda de darle
contenido a la que había significado la mayor revolución en la historia de
México desde 1917.
Este es otro tiempo, aunque seguimos siendo mexicanos. Eso
significa que quien se ponga la banda sobre el pecho, conseguirá dos cosas:
primero, que durante un cierto tiempo –entre cuatro y cinco años– la tradición
de adoración hacia el Tlatoani que tenemos desde hace siglos, lo convierta en
una especie de dios. Los romanos cambiaron la historia el día que humanizaron a
los dioses y deificaron a los hombres. Augusto fue el primer emperador de Roma
y fue sobrino y aprendiz de Julio César, a quien –si no hubieran matado– nunca
hubiera nacido la figura del “César” en la península itálica. Sin embargo, fue
el asesinato del gran líder romano el que dio inicio a la época de los Césares,
siendo Augusto el primero de ellos. Después de él, siguió una lista de líderes
romanos que hicieron real la teoría de que el poder corrompe, pero el poder
absoluto descompone completamente.
Hay quien argumenta que la decadencia del imperio romano
duró ocho siglos y quien la sitúa en los Idus de marzo, que cambiaron la
historia del mundo tras el asesinato de Julio César. William Shakespeare
escribió un discurso célebre llamado El funeral de Julio César. Un discurso que
describía la pauta del comportamiento de los hombres del poder y que quedaría
en la memoria colectiva y en el subconsciente de los pueblos. En dicho
discurso, el dramaturgo inglés –entre otras líneas– expuso una frase que
supuestamente fue pronunciada por Julio César antes de morir que fue: “Et tu,
Brute?” (“¿También tú, Bruto?”, en español) haciendo referencia al momento de
traición que culminó con el asesinato del líder romano.
Desde la época de los romanos hasta nuestros días, hay una
lección que es necesario aprender: tener todo el poder es imposible y es que el
poder es un elemento que sólo Dios, el verdadero y auténtico, puede ostentar y
mantener. Para todos los demás dioses, emperadores y líderes, el poder es algo
que tiene una vigencia determinada y que genera –casi de manera simultánea–
tantas reacciones de rechazo como seguimiento borreguil entre las sociedades
que se gobiernan.
Dejando a un lado las enseñanzas y lecciones históricas,
ahora en México estamos adentrándonos al principio de un nuevo final. Ayer dio
inicio un nuevo año y con él, podemos ver los calendarios de las grandes obras
pendientes de la actual administración. Sin embargo, hay una gran obra
inconclusa de la cual es necesario hablar y ponerle fecha de entrega o
conclusión llamada la reconciliación. Ha llegado un momento en el que o
conseguimos crear un espacio donde podamos vivir y donde la eliminación entre
unos y otros no sea un objetivo nacional ni principal en la vida diaria del
país. Francamente, nos encontramos en el punto final de nuestro recorrido y
–pese a que México lo soporta y lo supera todo, sin importar las condiciones o
los obstáculos que se nos presenten– lo que es cierto es que estábamos en el
páramo en llamas y tenemos que encontrar una salida lo antes posible.
Hay momentos en los que realmente es brutal la evolución que
nos planteamos frente a nuestro devenir. En este momento, se velan las armas y se
está llevando a cabo la votación que designará al nuevo o la nueva presidente
de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. ¿Sabe qué es lo que pasa? Que el
nuevo líder de la SCJN, por mucho que tenga un origen en la cuarta confusión o
en los orígenes de este poder –que según la doctrina oficial de este régimen–
que destruyó México, no tendrá ni los derechos, las lealtades ni las
obligaciones de antes. A quien quede electo, le tocará legalizar –si es que aún
es posible– el trauma de lo que significa venir de un tiempo en el que se
ejerció el poder con tanta dirección y tanta brutalidad.
Empezamos el año así y lo hacemos de esa manera porque queda
claro que con la política nunca se es suficiente. Seguir hablando de las
mañaneras y del habitante de Palacio Nacional, es un error. Primero, porque eso
es parte del pasado. Y, segundo, porque, aunque tenga el poder de destruirnos a
todos en el presente, al Presidente lo que más le alimenta, le importa y le
ilusiona, que es la historia, ya no le pertenece. El propio dictamen sobre él,
su persona y su administración, es algo que está fuera de sus manos y de sus
habilidades dialécticas.
No importa cuánta gente desaparezca, sea eliminada ni
importa a cuántos canallas podamos incorporar al ideario nacional que expliquen
la causa de nuestras desgracias. Lo único que importa es quién sigue y qué es
lo que habrá que hacer a partir de aquí. Por eso, por mucho que se quiera y por
mucho que se piense que al defender una candidatura u otra estamos –desde el
juego mortal de las corcholatas hasta lo que quiere y lo que consagra el
trabajo de la cuarta confusión– defendiendo la esencia de la democracia, no hay
que equivocarse… es mentira.
Lo que le va a importar a la nueva o nuevo presidente de la
Suprema Corte es qué es lo que sigue, qué acciones tiene qué implementar o qué
ordenamiento jurídico es el que hay que proteger, el del sopetón de votación a
mano alzada y que el pueblo sabio, el pueblo bendito, hable, aunque no tenga
ninguna garantía jurídica. O bien, que se decida ir restituyendo, a través del
desencanto, lo que es la falta de ilusiones de todos aquellos que se quedaron
sin identidad, sin personalidad y sin ideas con tal de estar al servicio de la
cuarta confusión y a su dirigente.
En esta nueva etapa hay que saber también que México vuelve
al mundo, por lo tanto, vuelve a la historia. No estaremos solos con los
perdedores y tratando de que nuestros sinsentidos adquieran lógica y se
justifiquen frente a los sinsentidos de los demás. O, dicho de otra manera, que
tener en nuestro balance los errores y los fallos que tenemos a tan alto precio
no explican que tengamos que incorporar a los Pedro Castillo de este mundo a
nuestro ideario de actuación.
¿Cuál es el modelo para México? ¿Qué tenemos qué proponer o
qué país le queremos dejar a nuestros hijos? Nosotros, que somos una muestra
del Estado –en el sentido de que por un espacio de tiempo tenemos una autoridad
sobre nuestros hijos similar a la que el Estado debería tener sobre nosotros–,
tomamos la decisión de echarlos a perder dándoles demasiado en muy poco tiempo.
Por eso los planes sociales tan importantes, de los que soy seguidor y
defensor, no sirven y son la base en la que se puede sostener el futuro
desarrollo de un pueblo como el nuestro. Y es que, al final, lo único que les
enseñamos es a extender la mano y recoger la tarjeta o el cheque, pero no les
informamos ni les enseñamos cómo crear la riqueza para que el país sea más grande,
más equitativo y próspero.
Estamos frente a un cambio de ciclo. Es verdad y es
peligroso, pero hay un hecho, el poder siempre tiene recursos hasta dos días
después de que deja de serlo. Pero no se equivoque, ya lo que de verdad importa
del poder, que es el aplastamiento moral y el histórico, el de las razones, ese
ya se acabó.
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