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sábado, 10 de agosto de 2019

Los otros habitantes de una casa




Javier Risco



Hace poco, un amigo me contó la historia de que su familia, luego de la muerte de los abuelos, se había repartido lo que habían heredado. Con los bienes inmuebles no hubo problema, ya que el abuelo tuvo el cariño y la previsión suficientes para dejar sus propiedades equitativamente repartidas y todo debidamente respaldado por un testamento. Hasta ahí todo bien. El problema surgió cuando llegó el momento de vender la casa familiar y tuvieron que repartirse los otros bienes, los muebles.

Pasó que cada uno de sus tíos, primos y hermanos quería quedarse con algún objeto de la casa familiar que les evocara algún recuerdo de los veranos y fiestas pasados ahí. Esto fue la declaración de una guerra que aún saca roncha y que mínimo les arruinó esas navidades. Es que muchos de sus parientes pusieron el ojo en las mismas cosas. Sus tíos no se pusieron de acuerdo en quién se llevaba qué y acabó ardiendo Troya (una Troya pasajera, pero Troya al fin) por el comedor, la sala, los cuadros, los libros, las cortinas, las plantas, etcétera, sacando lo peor de cada uno. No hubo manera, no hubo ningún tipo de acuerdo y acabaron tomando decisiones tan salomónicas como incomprensibles, absurdas. Así fue como la mesa fue con unos y las sillas con otros, separaron la cama del respaldo y los sillones de los cojines, despedazando todos los recuerdos que pudieran contener. Una triste historia.

Esto me llevó a pensar que un mueble es mucho más que un objeto funcional o utilitario. El mueble es lo que hace que una casa pueda cumplir con su cometido de ser hogar y habitarse y llenarse de recuerdos.

Esta semana, se publicó un reportaje sobre Clara Porset, una mujer que cambió la historia del diseño mexicano. El encabezado decía que gracias a una silla, pero no, su legado es mucho mayor que eso.

Porset hizo clases en la UNAM y marcó a una generación de diseñadores, y en su honor este año la Universidad otorgará a sus diseñadoras destacadas el Premio Clara Porset, para que su espíritu siga vivo en el diseño mexicano.

Clara Porset nació en Cuba en 1895, en el seno de una familia de la alta sociedad. Luego de estudiar diseño en las más prestigiosas escuelas del mundo, se exilió en nuestro país. Fue parte de una época de esplendor intelectual y artístico, comenzaba el muralismo mexicano y llegó a trabajar con grandes arquitectos como Luis Barragán y Mario Pani. Además, el país vivía a una fuerte revolución social, principalmente de sectores obreros y campesinos.

Su vida la dedicó con la misma pasión al diseño y a defender causas sociales y una lucha política activa. Formó parte importante de los primeros movimientos que propugnaban los derechos de la mujer y, junto a su esposo, el artista Xavier Guerrero, se sumaron a la lucha por los derechos indígenas.

Porset utilizó el diseño de interiores como un instrumento para nivelar las diferencias de clase y culturales.

Su máximo exponente es la silla Butaque, una silla con reposaderas de piel en una base de madera. Una silla que logró resumir su concepción de funcionalidad, elegancia y la fusión de materiales. México adoptó este asiento y lo convirtió en uno de los más populares.

En cuanto sepan a qué mueble me refiero, dirán, ¡claro!, una silla como esa era la que nos acompañaba desde el corredor de la casa... ojalá no peleen por ella.

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