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martes, 28 de mayo de 2019

El trágico peregrinar de un cadáver imperial

Tras ser fusilado, el cuerpo de Maximiliano de Habsburgo fue sometido a un pésimo embalsamamiento que lo dejo irreconocible; un día como hoy, de 1864 arribo al Puerto de Veracruz con su esposa Carlota Amalia para convertirse en emperador de México



El 28 de mayo de 1864, Maximiliano de Habsburgo y su esposa, Carlota Amalia llegaron al puerto de Veracruz en la fragata Novara, la misma que, sin saberlo, transportaría el cuerpo del emperador de regreso a Europa tres años después.

Su arribo a la Ciudad de México, como emperadores fue fastuoso, el desenlace, trágico. Maximiliano aceptó el trono imperial engañado por los enemigos del entonces presidente Benito Juárez, tuvo la osadía de pensar que todo México estaría feliz de tenerlo como emperador.

A pesar de los consejos de su familia, llegó a tierras mexicanas decidido a realizar cambios a fondo, se enamoró de sus paisajes y su cultura, en un inició fue arropado por la alta sociedad de la época, pero sus ilusiones fueron quebrándose de a poco.

Por orden de Juárez, Maximiliano fue fusilado durante las primeras horas del 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campanas, junto a los generales Miguel Miramón y Tomás Mejía, junto a quienes fue apresado en el convento Capuchinas de Querétaro días antes, juzgado y encerrado en un calabozo.

LAS ÚLTIMAS HORAS

De acuerdo con el texto “Querétaro, memorias de un oficial del Emperador Maximiliano” escrito en 1869, pocos días antes de ser condenado, el emperador recibió la falsa noticia de que su esposa, Carlota Amalia, había muerto, Maximiliano lloró aquel día, sin embargo, la supuesta catástrofe le dio la fuerza suficiente para enfrentar su propio destino.

Durante la noche de aquel 18 de junio de 1867, el emperador arregló sus últimas voluntades para después trata de conciliar el sueño, una tarea en sobremanera difícil, dadas las circunstancias. A las tres de la madrugada Maximiliano fue despertado por Mariano Escobedo, quien acudió a despedirse de él.

Tras una visita que el oficial describe como inoportuna e inútil, el emperador volvió a dormir, la luz del alba de la mañana del 19 de junio de 1867, lo despertó a él y a sus compañeros, quienes se levantaron de inmediato aguardando su hora fatal.

Eran las seis de la mañana cuando el silencio en el convento de las Capuchinas fue interrumpido por la llegada de la caballería que les daría muerte. El emperador y sus generales salieron de prisión y fueron llevados en un convoy fúnebre a Cerro de las Campanas.

En medio de un silencio sepulcral, seguidos por los soldados que les darían muerte, caminaron con los ojos llenos de lágrimas mientras uno a uno iban arribando hombres y mujeres del pueblo, hasta que conformaron una multitud.

A las seis y media de la mañana llegaron los tres mártires al Cerro de las Campanas donde tres cruces marcaban el lugar de la ejecución, cuando Maximiliano, Miramón y Mejía estuvieron colocados, el fiscal leyó en voz alta el artículo que los condenaba a muerte.

Fue entonces cuando Maximiliano se dirigió a la multitud y grito:

“Mexicanos, voy morir por una causa justa: la de la independencia y libertad de México, ¡Quiera Dios que mi sangre haga la felicidad de mi nueva patria, Viva México!...

Minutos después se recogían tres cadáveres bañados de sangre, y se les conducía de regreso al convento de Capuchinas, donde fueron tendidos en las losas de una sala baja.

La multitud se dispersó triste y silenciosa; las tropas volvieron a sus cuarteles.

La ejecución, dejo cinco impactos de bala en el cuerpo del emperador, exactamente en el pecho y abdomen, además de un tiro en el corazón.

Al caer sin vida, Maximiliano se golpeó en la frente, lo que dejo una visible lesión. El cuerpo real, fue envuelto en una sábana y depositado en un ataúd esa misma mañana.

Maximiliano, era un hombre alto, un metro con 87 centímetros, para ser exactos, demasiado largo para el ataúd, un féretro humilde hecho para el mexicano promedio, los pies del emperador salían de aquel sencillo cajón.

EL EMBALSAMAMIENTO


El ilustre muerto, fue colocado sobre una mesa de madera; su rostro con varias contusiones aún guardaba sus rasgos europeos, el médico Vicente Licea, fue el encargado de preparar el cuerpo para su última morada.

Conforme pasaron los días, la adquisición de algún objeto que hubiese tenido contacto con el cadáver, se convirtió, en un tesoro de valor incalculable.

Cuenta un documento de la época titulado “Los harapos imperiales”, que durante los siete días que duró el proceso de embalsamamiento, se observaba a los sirvientes de las damas queretanas entrar al convento de Capuchinas a entregarle al doctor Licea “lienzos y pañuelos para humedecerlos en la sangre del Habsburgo…”, sangre azul, al fin y al cabo.

Otros documentos de ese entonces dieron fe de que Licea realizó el embalsamamiento como se debía, sin embargo, fue interrumpido en múltiples ocasiones por los curiosos que acudían a observar cómo embalsamaban al emperador.

El médico también dio su versión, aseguró que le robaron varias pertenencias del archiduque y hasta parte de su instrumental de trabajo. Otros testimonios aseguran que Licea sacó provecho de la situación y vendió fragmentos de la barba del emperador.

En su informe, Licea aseguró que el médico de Maximiliano, el doctor Samuel Basch, estuvo presente en el proceso y que, incluso, le proporcionó un excelente “aceite egipcio” con el cual barnizó tres veces el cuerpo.

El cadáver imperial, fue colocado en un “baño compuesto de reactivos” útil para “absorber las humedades”. Los ojos azules de Maximiliano fueron reemplazados por unas piezas “de esmalte de gota” que Licea guardaba en su caja de instrumentos.

Aunque dichos de la época refieren que el inescrupuloso médico tomó los ojos de Santa Úrsula para colocarlos en los despojos del emperador.

En su libro “Noticias del Imperio”, Fernando del Paso da voz a una perturbada Carlota Amalia, que desde el Castillo de Bouchout en Bruselas Bélgica, la octogenaria emperatriz reclama a su esposo por esos ojos azules que la enamoraron con apenas veintitantos años, mientras le ruega que le regrese a Santa Úrsula los ojos que le tomaron prestados.

Licea explica que procedió a vendar el cadáver en su totalidad, después aplicó una capa de una sustancia llamada dextrina, que se usa como pegamento soluble en agua. El médico se vio obligado a escribir sus informes en varias ocasiones debido a sus descuidos.

Durante los siete días que embalsamó a Maximiliano, el médico escribió sobre un joven diplomático austriaco, Ernst Schmit Von Tavera, quien quedó en blanco cuando vio a Maximiliano colgando de una cuerda.

Con un malogrado embalsamamiento, el cadáver real abandonó Querétaro, su peregrinar rumbo a la Ciudad de México duro 214 días en las que aquella momia “vivió” de todo.

Un testimonio afirma que eran tiempos de lluvias, al cruzar un arroyo de San Sebastián, el carro se volcó, dejando al cadáver totalmente empapado, lo que sumado al pésimo embalsamamiento, el cuerpo llegó a la Ciudad de México ennegrecido y convertido en un completo desastre, el emperador se estaba pudriendo.

Juárez, indignado y suponiendo que la Casa Imperial de Austria reclamaría a los restos, ordenó un nuevo embalsamamiento realizado por los médicos Agustín Andrade, Rafael Ramiro Montaño y Felipe Buenrostro.

La tarea se realizó en la pequeña iglesia del hospital de San Andrés, los religiosos del lugar lo desalojaron para convertirlo en un salón de operaciones quirúrgicas.

De acuerdo con el cronista José María Marroqui, Andrade, Montaño y Buenrostro, volvieron a colgar a Maximiliano a fin “escurrir” todos los líquidos del cuerpo. La operación concluyó los primeros días de noviembre de 1867.

El cadáver permaneció en la capilla de San Andrés hasta el 12 de noviembre, cuando a las 5 de la mañana, el vicealmirante austriaco el barón Guillermo Tegethoff, viejo amigo de Max y su acompañante en su viaje a Brasil como almirante arribó a recoger los despojos del archiduque tras ser comisionado por la Casa de Austria para tales fines.

Al conocer la noticia, mucha gente saltó de la cama y curiosos, se acercaron a ver el contingente.

El cronista Manuel Ramos Medina refiere que el cuerpo de Maximiliano “vestía de negro y reposaba sobre cojines de terciopelo, en un ataúd de palo de rosa, elegante y primorosamente trabajado”.

El carruaje partió con rumbo a Veracruz acondicionado de tal forma que el movimiento del viaje no provocara sacudidas que pudieran lastimar aún más los restos del archiduque.

El cadáver de Maximiliano salió de México en la fragata de guerra Novara, actualmente sus restos mortales descansan en la sala de los príncipes, junto a la Cripta de los Emperadores de la Iglesia de los Capuchinos en Viena, Austria.

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