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sábado, 17 de noviembre de 2018

El peor presidente electo de la historia




Sergio Negrete Cárdenas

Sin tomar posesión, Andrés Manuel López Obrador gobierna. Sigue ocupando Los Pinos, pero Enrique Peña Nieto claudicó. Una transición adelantada que será oficial en dos semanas. Un presidente en funciones humillado, obligándose a guardar silencio para ganar buena voluntad por parte de su sucesor. Un presidente electo que anuncia, designa, decide sin recato o prudencia, que no titubea en decir “yo mando”, mientras que Peña bien podría estar remando en el Lago de Chapultepec.

La transición dislocada es grave dada la esquizofrenia que provoca. Lo peor es el curso que ha tomado el futuro presidente. López Obrador se ostenta como un profundo conocedor, amante, de la historia de México. Puede serlo, aunque nada tendría de raro en un político. Lo que sí lo distingue es su obsesión por la historia: El nombre de su coalición electoral, las fotos a su espalda en su casa de trabajo, la comparación que hace de su persona con héroes nacionales… y por supuesto la “cuarta transformación”, la promesa de un gobierno histórico.

Y la está haciendo, aunque quizá no en la forma que esperaba: López Obrador es el peor presidente electo en la historia del país. Lo es porque ya ejerce poder, y lo es por las decisiones tomadas. Hay positivas, por supuesto, pero su impacto ha quedado eclipsado por las numerosas sombras.

El poder destructivo de una presidencia sin freno o contrapeso, y que manifiesta esa fuerza sin pudor o respeto por las formas. Una ideología que no plantea construir, sino destruir el “neoliberalismo” como brújula para guiar la política pública. La certeza, no creencia, que el poder político puede doblegar a la economía. La erección del presidente como siervo e intérprete del Pueblo (con mayúscula), y por tanto en Guía de la Nación (con mayúsculas), con consultas 'democráticas' que se presentan como reflejo de la voluntad popular, aunque no engañen a nadie. Sólo falta una proclama digna del Rey Sol: “el Pueblo soy Yo”.

La cancelación del NAIM. El fuerte recorte salarial y de condiciones de lo que era una competente tecnocracia. Las amenazas a las instituciones. Las numerosas promesas demagógicas con enorme impacto en el gasto, plenas de imaginación, nulas en sustancia (un sistema de salud escandinavo, por citar un ejemplo).

Los costosísimos proyectos que auguran más pérdidas financieras para el futuro (refinería, tren). En tres años estaría funcionando Santa Lucía, en el mismo tiempo trabajando la refinería, y se habrá dejado de importar gasolina. Sueños guajiros con fecha en el calendario.

El resultado ha sido un pánico que se disfraza de incertidumbre. Ya inició la estampida de capitales, y sobre todo los ojos que antes veían a México hoy se vuelven hacia Brasil y otros lugares más receptivos para aquellos que buscan ganar dinero y no perderlo. Sólo el aumento en el costo financiero de la deuda en semanas recientes ha demostrado que se ahorran centavos para perder pesos a carretadas.

Histórico, sin duda.

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