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lunes, 6 de abril de 2015

Democracia recortada

La altísima dificultad para los consensos entre los partidos explica en parte la sacralización del conjunto de las instituciones electorales. Se quiere cuidar lo ganado. Pero sería un error seguir por el camino de hacer creer que la política se identifica con sus intereses.

Por José Buendía Hegewisch


Construir una democracia confiable ha sido el mayor consenso de la política mexicana en un cuarto de siglo. El acuerdo de respetar el voto abrió cause a la alternancia en 2000. Junto con la apertura económica, el llamado a las urnas para procesar diferencias políticas ha sido la apuesta modernizadora. Sin duda ha dejado buenos resultados como las instituciones electorales y, principalmente, la conciencia del poder ciudadano de elegir a sus gobernantes. Aunque hoy es cada vez más fuerte la idea de que se ejerce en un marco que restringe las opciones. En una democracia recortada.

Esa contradicción levanta un debate entre quienes temen que la democracia se vuelva cascarón vacío, y otros que mistifican aquel consenso de la transición a pesar de las deformaciones del sistema. Unos ven como irresponsable traducir la indignación social en boicot o castigo a la participación en los comicios, mientras otros llaman a romper o anular el voto para protestar contra el sistema de abuso de poder de los partidos que se edificó a partir de aquel consenso. Y aun más, unos ven temerario explotar el desencanto y la abstención por el peligro de fortalecer los radicalismos y la violencia; otros defienden que es más necesaria que nunca por la falta de mecanismos de presión para forzar reformas de fondo a la clase política.

En ese contexto arrancan las campañas electorales y, en efecto, hay desinterés y expresiones de cansancio, cuándo no, con abierto rechazo por parte de los padres de los normalistas de Ayotzinapa, ONG, académicos, la CETEG y la CNTE en Guerrero, Oaxaca y Michoacán. En general, se percibe hartazgo por la repetición de campañas huecas y la actividad millonaria de candidatos con los que no se identifican. La fatiga ha llegado pronto, apenas se cuentan cuatro comicios federales desde que cuajó la competencia en el 2000.

El desencanto se puede atribuir a la sobreventa de expectativas o los bajos resultados de la democracia, por ejemplo, para mejorar el crecimiento o revertir la iniquidad social. Y, en los últimos años, por la incapacidad de la política para controlar la violencia, que es la característica que define a cualquier tipo de sociedad política. En la nuestra crece desde hace tiempo un abismo entre partidos y votantes, que cada vez perciben menos diferencias entre uno y otro para responder a los problemas. El llamado al voto nulo en 2009 trató de ser una protesta que expresó la falta de opciones para cambiar las cosas. No fue el grito de “váyanse todos”, sino el reclamo de “todos son iguales”: franquicias de poder para hacer negocio.

Esa deformación de nuestra democracia es una prueba de que la política es una actividad mucho más amplia que un conjunto de instituciones, como las electorales, y que por tanto no puede reducirse a cuidar el statu quo por mejor servicio que haya prestado en un momento dado. Es cierto, las últimas reformas políticas reconocieron nuevos mecanismos de participación ciudadana, nuevos y efímeros partidos y las candidaturas independientes, pero insuficientes para cambiar la imagen del funcionamiento del poder como un coto cerrado para preservar privilegios y prerrogativas a los partidos.

La pérdida de vitalidad de la democracia viene de tergiversar el consenso sobre la forma de resolver las diferencias políticas con el marco de restricciones en que se ejerce el voto. Por ejemplo, las cuotas partidistas en los órganos electorales, los presupuestos millonarios a partidos y hasta el fuero sirvieron para abrir la competencia cuando el PRI tenía la hegemonía del sistema político. Pero ahora, en un contexto de pluripartidismo, las reglas de juego son un obstáculo para la renovación de la clase política o el surgimiento, en otros países, de opciones fuera de ella, como Podemos, en España. Incluso, el acotamiento no ha impedido fenómenos especialmente perniciosos como la entrada de candidatos vinculados al crimen y el dinero del narcotráfico en las campañas a través de los registros opacos de donantes.

La altísima dificultad para los consensos entre los partidos explica en parte la sacralización del conjunto de las instituciones electorales. Se quiere cuidar lo ganado. Pero sería un error seguir por el camino de hacer creer que la política se identifica con sus intereses, dado que si se recortan las opciones de elección se debilita la auténtica política. El cansancio de la democracia es una prueba de las restricciones y de su uso por los partidos para conservar zonas de confort o coartadas para reformar lo que no funciona del modelo y arreglar las deformaciones del sistema.

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