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martes, 18 de noviembre de 2014

1994 y 2014: fin de régimen

Al actual Presidente le toca operar el fin de un régimen y el inicio de otro, para salir del bache en el que se encuentra el país. ¿Lo hará?

Desde finales del siglo XVIII hasta nuestros días, las élites políticas del país han inducido casi un centenar de reformas políticas y económicas, de diverso calado y alcances.

Sin embargo, hay cuatro que comparten visión, avatares y destino: las reformas borbónicas (1765-1809); las reformas “científicas” del porfiriato (1890-1910); las reformas neoliberales del salinismo (1990-1994) y las “reformas estructurales” de Peña Nieto (2012-2014). Las cuatro buscaron “modernizar” al país en su momento, es decir, integrarlo a las corrientes económicas dominantes a nivel global, liberalizar la economía y sacar de la pobreza y del atraso al país.

Sin embargo, las cuatro cumplieron sus objetivos a medias o los dejaron truncos, porque los costos sociales y políticos que implica su instrumentación terminan siendo superiores a los presuntos beneficios y frutos económicos que traerían a la población.

Las reformas borbónicas devinieron en el movimiento de Independencia de 1810, las reformas “científicas” del porfiriato en la Revolución mexicana de 1910, las reformas del salinismo “modernizador” en el levantamiento zapatista en Chiapas (aderezado con un ajuste criminal interno: los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu), mientras que las reformas estructurales en curso corren el riesgo de quedar rebasadas o en suspenso por la crisis de seguridad y justicia que envuelve al país.

Además de la perspectiva económica, este grupo de reformas “modernizantes” comparten una característica política: el despotismo ilustrado. Son reformas “para el pueblo y por el pueblo”, pero sin la participación del pueblo. La élite dirigente en su momento (unipartidista, bipartidista o pluripartidista) llega a la conclusión de manera unilateral que estas reformas son el único camino disponible para hacer progresar al país.

Por esa característica despótica intrínseca, los gobiernos que las promueven pasan por crisis de gobernabilidad severas, y la forma como las afrontan marca el destino de los mismos. Las reformas borbónicas y las porfiristas fueron rebasadas y superadas por la misma violencia social que desataron, no superando sus respectivas crisis de gobernabilidad.

Las reformas salinistas tuvieron su prueba en el último año de ese gobierno, en 1994, justo en el marco sucesorio del poder presidencial. La insurrección zapatista y los asesinatos políticos de Colosio y Ruiz Massieu, aunado a una crisis de deuda pública a corto plazo y una fuga masiva de capitales, crearon una tormenta perfecta ese año y el subsecuente, la cual dio pauta a una reforma política que preparó la primera alternancia presidencial unos años más tarde. Aquel año de 1994 marcó la transición de un régimen que concluyó seis años después, con el arribo del PAN al poder.

Veinte años después se vive una crisis de gobernabilidad de dimensiones similares, en un contexto de reformas estructurales amenazadas por la debilidad del estado de derecho (donde la corrupción y la impunidad son las principales amenazas), atonía económica interna, ambiente recesivo internacional, caída de los precios internacionales del petróleo y una escalada de violencia social que detonó un suceso coyuntural (la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala), pero cuya expresión llevó largos años de incubación.

En diciembre de 2014, Carlos Salinas dejaba el país con un 65% de rechazo de la población y una mancha de corrupción indeleble, después de haber obtenido rangos de 80% de aceptación a su gestión. Veinte diciembres después, el presidente Peña Nieto trae un rango y una mancha similar de desaprobación y rechazo, pero a diferencia de Salinas no está terminando su mandato, sino apenas el primer tercio.
A diferencia de las crisis de gobernabilidad generadas históricamente en otros momentos, al actual Presidente le toca operar el fin de un régimen y el inicio de otro, para salir del bache en el que se encuentra el país. ¿Lo hará?

No hay muchas opciones. Administrar la crisis, sobrellevando la turbulencia y esperando el desenlace inercial de los acontecimientos; o un golpe de timón, cambiando de gabinete, de estrategia y de carta de navegación. En ambos casos, el náufrago tiene un nombre: reformas estructurales.

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