Nunca deja de sorprendernos la capacidad de algunas personas para soportar la adversidad y el infortunio. “Yo no podría soportarlo. Si a mí me pasara, me hundiría, me moriría”, son frases que todos hemos dicho o pensado alguna vez cuando razonamos sobre la situación de quienes han perdido a un hijo, conviven con una dura enfermedad, afrontan una pareja violenta, educan a adolescentes irresponsables, pierden su trabajo, les deja su pareja, o sufren, como los políticos, frecuentes reprimendas o insultos que, a veces, alcanzan a su propia familia, entre otros relevantes ejemplos.
Lo cierto es que, cuando el infortunio nos alcanza
personalmente, no nos morimos y aprendemos a soportarlo, porque la naturaleza,
la evolución biológica, nos ha
programado para eso, para sobrevivir. Por supuesto, nuestra vida deja de
ser como antes, y hay que cambiarla haciendo uso de la principal y más poderosa
capacidad del cerebro y la mente humana: razonar para ver las cosas de otra
manera, para reducir nuestros sentimientos negativos y para proponernos metas y
objetivos enraizados en la nueva situación que vivimos; en dos palabras, para
resistir.
Aun así, en el día a día también constatamos que unas
personas resisten mejor que otras el malestar y el estrés que provocan las
diferentes adversidades. Hay quien lo sufre menos y enseguida se recupera,
mientras que otras personas lo acusan más y tardan mucho en estabilizar su
estado físico y mental tras haber sido víctima de alguna circunstancia como las
anteriormente mencionadas. Para referirse a esa diferente capacidad de
recuperación de las personas, la psicología ha asumido el término resiliencia,
tomado de la física y la ingeniería.
En su origen, ese término se refiere a la capacidad de un
material o cuerpo físico para recuperar su estado normal después de haber
sufrido alguna presión mecánica que lo ha doblado o modificado. Una goma, por
ejemplo, es un material muy resiliente, pues, cuando la doblamos, enseguida
vuelve a su estado normal. Los metales, por el contrario, presentan mucha
menor resiliencia, aunque en grados muy
diferentes cada uno de ellos. Del mismo modo, en psicología, una persona
tiene mucha resiliencia (es muy resiliente) cuando es capaz de superar con
prontitud una situación adversa, evitando la ansiedad y la depresión y
volviendo a su estado físico y mental normal.
Factores
Esas diferencias en la resiliencia de las personas vienen
determinadas por factores genéticos, educativos y por la huella que dejan
en cada individuo sus propias experiencias personales. Así, la resiliencia
también podría estar condicionada por la propia experiencia estresante, su
contexto y el modo particular en que cada individuo la afronta. Eso es lo que
han tratado de conocer un grupo de investigadores del Instituto de
Neurociencias y el departamento de Psicología de la universidad de Princeton
(New Jersey, EE. UU.) mediante un experimento con ratones, cuyos resultados han
sido recientemente publicados en la prestigiosa revista Nature.
Previamente, ya se sabía que la liberación de la sustancia
dopamina en el núcleo accumbens, un lugar del cerebro implicado en la
gratificación y el aprendizaje, se altera en los ratones en situaciones de
estrés, pero faltaba saber por qué y la importancia que eso pudiera tener.
Ahora, los investigadores sometieron a cada uno de los ratones experimentales a
una serie de 10 derrotas en lucha, una cada día sucesivo, frente a un agresivo
y cada vez nuevo congénere, un procedimiento conocido como derrota social.
Generalmente, los animales susceptibles al
estrés adoptan posturas de sumisión y huida más frecuentemente que los animales
más resilientes. En este experimento se observó que los ratones que en los
análisis mostraron más liberación de dopamina ante la aversiva proximidad del
agresor y al inicio de la lucha fueron también los más resilientes, según se
vio en las pruebas conductuales de acercamiento al agresor tras las sesiones de
derrota.
Por el contrario, los ratones que mostraron la mayor
liberación de dopamina al final del ataque y el inicio de su huida, es decir,
en los momentos de alivio de la situación, fueron los menos resilientes, los
más susceptibles al estrés y sus negativas consecuencias (ansiedad, depresión).
Además, en consonancia con los resultados de trabajos previos, la investigación
también mostró que es posible modificar la conducta y aumentar la
resiliencia de los ratones, estimulando (optogenéticamente) la liberación de
dopamina en el curso de la lucha, durante la situación de derrota.
La lección a extraer, según los autores del trabajo, es
que tanto la conducta que se adopta en la situación de estrés como la
liberación de dopamina que se produce al mismo tiempo sirven para predecir si
el animal va a ser resiliente o va a sucumbir al estrés.
La liberación de dopamina atribuida a un agresor potencia su propia
resiliencia, mientras que la atribuida a quien huye o evita al agresor no la
potencia. El cerebro, pues, reacciona de manera diferente según el
contexto y la reacción primaria del estresado, lo que, en cierto modo, parece
señalar al afrontamiento agresivo como una manera de potenciar la propia
resiliencia ante situaciones de enfrentamiento agresivo y estresante.
Aunque siempre puede objetarse que estos resultados todavía
no se han observado en humanos, la demostrada conservación de muchos mecanismos
fisiológicos en la evolución de los mamíferos nos hace sospechar que también
podrían darse en nuestra especie y que estamos en camino de explicar por qué
unas personas son más capaces que otras de afrontar y resistir situaciones
generalmente tan estresantes como las del miedo a la enfermedad o las de
oficios como el de empresario, educador o político.
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