Pese a los ataques, amenazas, insultos y sabotajes de López Obrador, los ciudadanos encontraron en el intento de colonización al INE, la unión para defender la democracia.
Ni en un fin de semana familiar para
celebrar su cumpleaños, el presidente Andrés Manuel López Obrador se contuvo.
El sábado, como pie de una fotografía de él en su rancho cargando a sus dos
nietos, apuntó que ya había empezado el “acarreo” para su celebración. Sabiendo
de sus odios epidérmicos, se refería a lo que sucedería al día siguiente,
cuando, pese a sus ataques, amenazas, insultos y sabotajes, miles de ciudadanos
encontraron en el intento reaccionario que pretende la colonización del
Instituto Nacional Electoral, la unión impensada para defender la democracia.
La reforma del INE, se ha discutido
ampliamente, pretende acabar con su independencia, ya, para las elecciones
presidenciales de 2024, donde López Obrador está seguro de que su candidata
–hasta ahora– vencerá. Quiere destruir el servicio profesional electoral, vital
en la organización y manejo de las elecciones. Busca eliminar la credencial de
elector y que sea la Secretaría de Gobernación la que elabore las listas del
padrón. Desea borrar, en suma, un largo proceso democrático que comenzó en 1977
y le permitió llegar a la Presidencia.
El Presidente tuvo, en la que cerró, una de
las peores semanas de su gobierno, según se desprende de observaciones de
funcionarios que interactuaron con él, pero en lugar de que lo atemperaran, lo
dejaron irse, como podría decir él mismo un día de estos en su mañanera, como
gorda en tobogán. No le gustó que lo desafiaran quienes desprecia y que se
fueran a las calles, que toma como propias. Provocó a quienes querían ir a la
marcha, pero no cayeron en la trampa. Las plumas a su servicio se volcaron toda
la semana a denostar. Pero entre más agresión había, más se fueron sumando a la
convocatoria de la marcha, como se vio ayer domingo.
La marcha fue el principal tema en Palacio
Nacional, cuya molestia se fue haciendo más grande con el paso de los días. Un
análisis que le entregaron mostró un creciente descontento de la ciudadanía por
la reforma electoral. No ayudó a enfriarlo la encuesta de Morena donde el INE
salió más popular que él. Para López Obrador, que mide su éxito no en
resultados, sino en la fama, fue un golpe al ego. Y como suele reaccionar, lo
vio como un complot en su contra y ordenó acciones inmediatas. Algunas de ellas
sorprendieron a los propios:
1.- Revisar la relación y consideraciones
con la escritora Elena Poniatowska, que lo ha apoyado por décadas, por sus críticas
–que no son recientes– sobre la visión unidimensional del Presidente sobre los
problemas mexicanos y por señalar su cerrazón a que lo asesore gente
inteligente.
2.- Instruyó a la secretaria de Cultura,
Alejandra Frausto, quitarle el apoyo al internacionalmente reconocido
arqueólogo Eduardo Matos, quien le dio a México y al mundo el Templo Mayor, por
defender al INE.
3.- Exigió retirar todos los estímulos y
apoyos, que contempla la ley y están previstos en el Presupuesto, a quienes no
defiendan incondicionalmente su proyecto.
4.- Ordenó un seguimiento especial a
quienes llama los “opositores” durante la marcha del domingo, para conocer con
detalle cuál fue su participación. Al Presidente le interesaba en particular lo
que hicieran y dijeran los priistas, de lo que se puede inferir que piensa que
está acordada una traición de la dirigencia para respaldar su reforma
electoral, pero necesita saber el tamaño de la oposición interna que enfrenta.
La semana terminó peor. En el avión que lo
trasladó a Mérida, donde hizo una escala rumbo a su rancho para revisar las
obras del Tren Maya, una pasajera lo increpó duramente y animó a otros a
gritarle, pero sin alcanzar el nivel de odio y decibeles de sus insultos
matinales en Palacio Nacional. De cualquier forma, pocas cosas hay que lo
desquicien más que lo increpen. López Obrador no puede procesar que no es
querido ni respetado de manera genuina por todos, y que se debe a una
conspiración mundial –porque así lo ha sugerido– en su contra.
El Presidente no acepta que las cosas le
están saliendo mal. En la encuesta que le presentaron esta semana sobre su
popularidad, desgastada y cayendo, también le dieron un dato que sumó a su
enojo. El costo de sus megaobras ya permeó en la población, que las considera
no sólo costosas, sino inservibles. Importante este punto, porque una parte
central del discurso para reformar al INE es su costo.
Las cuentas del gobierno en las redes
sociales se llenaron de comparaciones sobre el costo de la democracia en México
y en otras naciones, sin considerar niveles de cultura política o sistemas
electorales, pero fue respondido de la misma manera: infografías que muestran
que el costo del INE es mucho más bajo que las pérdidas ocasionadas por sus
acciones de gobierno.
Si a esto se le suma la percepción sobre
esas obras y la posibilidad de que el Tren Maya no se complete ni se entregue a
tiempo, que el aeropuerto Felipe Ángeles seguirá siendo un elefante blanco y
que la refinería de Dos Bocas sigue aumentando su costo y no producirá petróleo
en el corto plazo, el enojo del Presidente, como se apuntó líneas atrás, es
justificado. Lo que no se justifica, pero está en su esencia de víctima sin
capacidad autocrítica, es que vea las culpas en los de enfrente y no en sus
errores e incapacidades.
Tras la marcha del desafío, las cosas se
pondrán peor. Convocó a mucha más gente de la que se hubiera pensado, lo que
debe haberle arruinado su cumpleaños, y habrá que esperar con qué virulencia se
presenta en la mañanera de Palacio Nacional esta mañana. Sería formidable que
López Obrador, como presidente de México, mostrara estatura y se congratulara
de la expresión ciudadana en las calles, pero no pasará. Él no es Presidente de
todos los mexicanos, sino de un segmento de la población y de incondicionales que
irán dejándolo de ser conforme avance la agonía de su sexenio. O sea, a
abrocharse los cinturones.
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