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jueves, 2 de abril de 2020

Noches de hospital y pandemia, en el 1º de octubre del ISSSTE



"El fantasma del invisible virus ya no me dejará en paz ni un minuto durante los siguientes días", escribe Jacinto Rodríguez Munguía.




El siguiente texto reúne los apuntes hechos durante la estancia de un familiar en el Hospital Regional 1º de Octubre del ISSSTE durante una semana en el que coronavirus estuvo siempre presente en los primeros mensajes de alerta, las versiones de los primeros hospitalizados, los miedos de los trabajadores de limpieza, de las enfermeras y enfermeros, el silencio de los médicos.

Una semana en la que hospital, el personal médico y de apoyo entraron en modo pre-emergencia y aceleraron los procesos de recuperación y las altas adelantadas para vaciar las camas y tener completamente desocupado un piso entero a la espera de las probables oleadas de personas contagiadas por el virus.

Son los apuntes de esas largas horas, justo cuando ingresamos a la fase 2 de emergencia sanitaria, cuando la muerte en el mundo se está volviendo un lugar común…

Por Jacinto Rodríguez Munguía

Un mensaje transmitido por el altavoz se abre paso en el silencio y recorre los pasillos de este hospital. Una voz de mujer lanza un llamado: “Especialistas en epidemiología, urge se presenten en primer piso. Epidemiólogos, favor de reportarse en terapia intensiva”.

Es el mediodía del domingo 22 de marzo y me encuentro en el séptimo piso del Hospital Regional 1º de Octubre, uno de los baluartes del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE).

Un silencio cubre los pasillos. Un silencio que comienza a ganar lugar desde el viernes pasado, cuando entre enfermeras y personal médico comenzó a afianzarse la versión de que formarían parte del ejército que enfrentaría al invisible enemigo llamado coronavirus.

Apenas ha pasado quizá una hora, cuando la voz importuna nuevamente el sueño de los pacientes: “Especialistas en epidemiología, presentarse urgente al primer piso. Urgente”.

Es la primera vez en estos cinco días de visita al hospital que un llamado así se escucha. En otras circunstancias, sería tan común y normal como los avisos que convocan a camilleros, enfermeras o personal de limpieza diariamente.

Pero estos días no son normales. De hecho, ya es anormal calificar como “normal” cualquiera de los días de la vida en un hospital.

La voz insiste. “Epidemiólogos, urgente acudir al piso 1. Urgente”. Por tercera vez y en menos de tres horas, el mensaje devora la poca calma de este domingo 22 de marzo.



* * *
Hace ya unos días que se anunció la llegada de medidas oficiales para tratar de atenuar el impacto virus en el país. El ambiente se ha hecho cada vez más espeso, las calles que van quedando semivacías. El café de costumbre no sabe igual sin los compañeros de siempre.

Las noticias se desbordan: imágenes de cuerpos tendidos en los pasillos de los hospitales en Italia, los mensajes de enfermeros de Chile que ruegan a los ciudadanos que no salgan de sus casas y les cuentan que los hospitales ya no resisten más enfermos, que están exhaustos y los contagiados hacen fila para ser atendidos.

La epidemia, ya sabemos cuál, ha sacudido a toda la humanidad y nos roba la fuerza, el aliento y la vida. El caso es que en estos días la realidad se percibe muy distinta en los hospitales.

La operación de Gabriela, la madre de mis hijos Abril y Pablo, estaba programada para las 15 horas del pasado miércoles 18 de marzo. La cita era a las 13 horas. Llegamos con puntualidad y la información a cuestas del desastre que el virus ha ido dejando a su paso en China, o en Italia, Francia, España y Estados Unidos. Así que uno pone más atención en las medidas de prevención que, se supone, estarían activadas en los hospitales desde que los primeros casos comenzaron a registrarse en México.

Pero no es así. En la primera aduana, el acceso a Urgencias, localizado sobre la calle de Colector 13, sólo uno que otro policía usa cubre bocas, tan gastado que ha perdido la forma y apenas alcanza a cubrir los labios. Nada de gel contra bacterias, nada de recomendaciones especiales.

En el camino hacia la sala de espera dibujaron con spray naranja la forma del virus, una ruta a seguir, se supondría, al área de atención de pacientes contagiados.

Esa rampa con las representaciones gráficas del virus conduce a todos los espacios comunes del hospital: el mismo camino se bifurca hacia la sala de espera, de urgencias, a los elevadores para los pisos de especialidades, a la farmacia, a los sanitarios. Es decir, la ruta de ingreso de una persona contagiada con el coronavirus es la misma que usan tanto pacientes como personal del hospital.

Esperamos en la sala el llamado a Gabriela para que la preparen para la operación. Las relaciones humanas-laborales siguen su cotidiana inercia.

El personal del hospital bromea sobre el virus. Algunos si toman su distancia, no abrazan ni saludan de beso, pero para la mayoría el coronavirus es un fantasma. No hay mucho que indique que este hospital se alista para la llegada de personas contagiadas con Covid-19.

Mientras preparan a Gabriela, mientras le vendan las piernas y le colocan los primeros catéteres, una de las enfermeras suelta sin pregunta de por medio una colección de palabras. Parece que siente una urgente necesidad de compartir esa información incómoda:

“A ver cómo nos va con esto del virus; a ver qué tal”, dice como si hablara para sí misma, como si las palabras se les hubieran escapado sin querer. “Ojalá que nos vaya bien”.

Ahora sí pregunto.
–¿Ya tienen casos en el hospital? –digo casi sin intención, sin esperanza de que responda.

Mira hacia los lados, verifica que no haya otros oídos que le escuchen. Dice en voz baja:
–Ya han llegado, llegan, pero no se han quedado.

–¿Los atienden acá o los trasladan a otro hospital?
–No sé. Sabemos que llegan porque de pronto hay mucha movilización de médicos, llaman a los especialistas, pero nada más.

–¿Pero no los atienden con todos los demás pacientes?
Vuelve a hablar despacio, sin mirar, más atenta al vendaje que a las palabras:
–En el primer piso. Entiendo que al fondo del primero piso están habilitadas salas para enfermos del virus.

Corta de golpe la plática. Una enfermera se acerca para informar que ha llegado la cirujana, que Gabriela ya puede ser llevada al quirófano. La acomodan a una cama rodante y se pierde en el fondo del pasillo.

Me piden dejar esa área y esperar en la sala de información de urgencias.

* * *
Los cálculos del tiempo que se llevaría la operación eran muy conservadores. De dos horas máximo se pasó a siete horas. La espera en un hospital siempre será eterna, por más que parezca un lugar común.

Los asientos de esta sala son una tortura. Pienso que quienes los diseñaron seguro tomaron clases de diseño en la Escuela de las Américas, aquella en donde preparaban a los militares de América Latina para torturar a guerrilleros y opositores.

La espera en estas circunstancias tiene un ingrediente adicional a la natural ansia por saber que las cosas salieron bien en la sala de operaciones.

Atrás de las vitrinas de cristal, el personal encargado de informar sobre el estado de salud de los pacientes se trata con desenfado. Los abrazos, los besos, los juegos no tienen empacho.

Esta noche, por fortuna, la sala de espera no está saturada como en otras ocasiones. La tortura es mayor cuando te enfrentas a historias cargadas de dolor y tristeza. Hace unos nueves meses, en esta misma sala escuché en medio de la madrugada el llanto de alguien a quien le comunicaron la muerte de un ser querido. Por aquí caminan los sueños y los recuerdos.

Esta noche de miércoles 18 de marzo hay más ausencias que presencias. Sigo en espera de información sobre Gabriela. Aparece de pronto un hombre de unos 35 años, con pants, sudadera y un gastado cubre bocas, arrastrando dos bolsas negras. Camina en dirección hacia donde me encuentro y, justo a mi lado, deposita esas dos bolsas negras y se dirige al mostrador del pequeño espacio donde venden, principalmente, “comida chatarra”.

En las tres siguientes horas, a la angustia de no tener información sobre el resultado de la operación, se sumará un cierto temor. El hombre de las bolsas negras regresa y se acomoda en el asiento de junto, apenas separado de mí por las bolsas negras. Tose y se sacude la nariz con discreción, pero en una sala semivacía, los detalles son más visibles.

No soy el único que lo mira de reojo. Recibe varias miradas, discretas, pero insistentes, de desaprobación. Luego de un rato, su novia se acerca, lo abraza, lo cuida; se besan. Cuando alguien se acerca al mostrador a comprar, ella se levanta, camina, despacha, regresa; vuelve y abraza, cuida, apapacha a ese hombre que a ratos sucumbe al sueño, tan profundo que ni sus fuertes ronquidos lo despiertan.

El fantasma del invisible virus ya no me dejará en paz ni un minuto durante los siguientes días.


Es más de medianoche y no sé nada de la operación. Los encargados de proporcionar información están a punto de retirarse. Les digo que no me han dicho nada. Me piden que vaya a una oscura oficina entre el piso 1 y 2. Ahí me dicen que la paciente, mi familiar, debe estar en recuperación. Me aseguran que van a investigar, que todo debe estar bien.

Regreso a la sala de espera. Camino y camino por los pasillos. Prefiero caminar que sentarme de nuevo a un lado de las dos bolsas negras. Cinco minutos después me avisan que Gabriela ya está en su cama, en el piso 7.

Tomo mi propia bolsa transparente y me alejo con un dolor que se expande entre el coxis y la columna. En el elevador, una caja para 10 personas en la que ahora soy el único pasajero, se cierran las puertas y comienza el ascenso: el viaje de siete pisos es en absoluta oscuridad. Este cubo metálico no tiene luz. En mi memoria persiste la imagen de las dos bolsas negras.

Terminó la jornada en una de esas sillas-camas para acompañantes. Es la madrugada del 19 de marzo. Hace tres semanas se confirmó el primer caso de contagio del coronavirus en México.

La vida del hospital es lo que es: los quejidos de dolor se reproducen y recorren los pasillos, por donde transitan pausadamente los enfermos que se aferran a un báculo de donde cuelgan bolsas con analgésicos, vitaminas, sueros, antibióticos.

Aunque es lento, su andar paso a paso es, paradójicamente, un símbolo de que quizá pronto regresen a la vida, a la de afuera, y a la vez una lejana esperanza para quienes el caminar es todavía un lujo distante.

Así más o menos trascurren las horas, entre el ir y venir de las enfermeras y enfermeros. Los médicos llegan hasta los pacientes y éstos les cuentan fragmentos de su vida, sus dificultades. La vida no es una receta.

La mayoría de las y los enfermeros han desarrollado un instinto amoroso con los pacientes, un elemento, el cariño, necesario para la recuperación. Claro que no es así en todos los casos. Aquí mismo he comprobado que para algunas y algunos, el dolor de los pacientes es una molestia, una carga que detestan.

Gabriela ya lleva unos días de convivencia con el personal que la cuida. Entre curaciones y revisiones, van surgiendo fragmentos de historias.

“Yo, la verdad, sí tengo miedo con esto del coronavirus. Bueno, pero es nuestro trabajo. Lo que pasa es que si tuviéramos el equipo y los materiales, pero bueno, acá estaremos para lo que nos digan”.

Escucho otra historia con atención. El virus ocupa el tiempo y las conversaciones hospitalarias. Se percibe una incertidumbre creciente. “Ya nos dieron la orden de que no hay permisos en las próximas semanas ni vacaciones ni nada. Todas y todos debemos estar al llamado que se requiera. A mí lo que me preocupa es mi familia. Mi hija. No sé, a veces pienso que hasta que esto pase no debería de verla, pero como dejar de verla”.

“Sabe –confía la enfermera–, ayer nos dieron un curso exprés de algunas de las medidas a tomar. Nos darán equipos especiales para atender a los posibles contagiados. Pero de esos trajes especiales no puedes salir en todo el día, no puedes quitártelos para ir al baño ni nada. Así que, desde el momento que te lo pones hasta que termine tu jornada, no puedes salir de éste”.

En algún momento de la madrugada del sábado 21 de marzo, la policía que cuida el acceso del piso 7 ha descubierto algo inusual en la mirada de uno de los médicos:

–Buenas noches, doctor. ¿Qué tiene, por qué esa mirada?
–Nos acaban de informar que debemos cancelar todas las citas y operaciones agendadas si no son urgentes. Hay que irnos preparando para la emergencia.

Silencio entre la policía y el médico. En ese silencio se cruzan los gemidos de dolor de algún paciente. No alcanzo a identificar de qué zona del piso vienen.

La otra paciente que ocupaba el mismo pabellón que Gabriela fue dada de alta. Es la primera vez que veo una cama desocupada. Los dos primeros meses que pasamos en este mismo piso las camas disponibles eran ocupadas casi de inmediato.

Es domingo 22 de marzo y no sólo son inusuales los mensajes por el altavoz, los llamados urgentes a los especialistas en epidemiología. También es extraña la velocidad con que están dando de alta a los enfermos que están internados.

Todo se acelera: los procesos, la recuperación, las medidas médicas. Gabriela ha pasado, en pocas horas, de tener alimentación intravenosa a dieta líquida. Las previsiones decían que eso sería hasta el martes, dependiendo de la evolución, pero no. Sólo en esa fase de la recuperación se adelantaron de dos a tres días.

El personal médico ha recibido la orden de las autoridades del ISSSTE de acelerar el proceso de recuperación de los pacientes con un solo objetivo: si no existen reacciones adversas a sus procedimientos, darlos de alta lo más pronto posible.

Además de dejar libre el piso 7 para dar cobijo a personas contagiadas, se busca evitar que los internados se contagien. Para ellos, en su calidad de convalecientes, resultaría un alto riesgo.

Así que para el lunes, se da el tercer salto. Gabriela pasa de alimentación liquida a los primeros bocados sólidos. Su organismo está reaccionando mejor de lo que se esperaba. La atención médica ha sido inusualmente cercana.

El equipo de enfermería ha tenido esta tarde una reunión de urgencia con mandos médicos del hospital. Se les recordó que se encontraban en emergencia sanitaria, por lo que eran requeridos más sacrificios de su parte. Y les confirmaron dos órdenes: dar de alta a los pacientes que no estén en riesgo y desocupar por completo el piso 7 a más tardar el miércoles 25 de marzo.

Las reuniones de personal médicos se volvieron comunes en ese piso, por lo general más saturados de pacientes que de personal médico. La oficina de la responsable de piso se encuentra abierta todo el tiempo, en reuniones con médicos, conversando, revisando documentos, haciendo trazos en papeles sobre la mesa.

Hacia el mediodía del martes llega la confirmación: Gabriela será dada de alta el miércoles 25 a las 10 de la mañana, justo a tiempo para reconvertir el piso 7 y estar listos para atender una posible oleada de personas contagiadas con el coronavirus.


Es mediodía del miércoles 25 de marzo. Una semana después de que Gabriela fue internada. El alta del hospital está en proceso, pero falta una firma. Acudo a una sala que podría definirse como el war room de los médicos, para obtener de uno de ellos el aval.

Mientras revisa el documento, miro, por enésima vez, el pizarrón que cubre casi todo el muro sur de la sala. La pizarra se encuentra dividida en 46 cuadros. Cada uno de ellos corresponde a las camas de los pacientes. Ahí se anotan datos relevantes sobre cada caso y su estado de salud. Llama la atención que varios de ellos se hallan vacíos. Casi nunca existe espacio para las anotaciones. Hago un recuento rápido: 16 cuadros en blanco.

Un grupo pequeño de médicos y residentes comparten unas rebanadas de pastel. Alguien cumple años. Celebran la vida en tiempos sombríos, cuando la muerte en el mundo se está volviendo un lugar común.

Gabriela regresó este martes 31 de marzo al hospital para una revisión. Esto es lo que me describe: “El acceso está totalmente controlado. Uno a uno, los pacientes van pasando 15 minutos antes de su cita. Sólo atienden casos urgentes, o como en el mío, de revisión necesaria a impostergable”.

La doctora que la atiende ve con agrado la evolución de la operación. “Apenas si alcanzaste a la operación, fuiste de las últimas”.

Abril, quien esta vez acompaña a su mamá a la revisión médica, hace su descripción. Dice que nunca había visto el hospital tan vacío. Apenas unas 10 personas, como fantasmas en los pasillos. En la farmacia no se aprecian esas largas colas de gente en espera de medicamentos y las que están deben guardar la distancia marcada por círculos rojos en el piso. Apenas hay una o dos personas en urgencias.

En el hospital deambula más personal de logística con chalecos rojos, los que se activan en casos de contingencias sísmicas, que pacientes.

Las personas que asisten al hospital son atendidos por personal de seguridad en los accesos. “Les informan que, si no es de suma urgencia, se les avisará de cuándo será la próxima cita, casi seguro hacia julio y agosto”.

La última recomendación de la doctora a Abril sintetiza el tiempo que vivimos: “Salvo para venir a chequeo, tu mamá no pude ni debe salir de su casa para nada, para nada. Esto está muy feo, se va a poner muy feo”.

*Apunte del editor: dos de las tres fotos que aparecen en esta crónica no corresponden al Hosp

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