Con los partidos en crisis, las coaliciones suman debilidades, no fuerzas. La democracia peligra, pero no por la acción de una persona, sino por la inacción de muchas otras.
El 23 de julio pasado se publicó el Sobre
aviso: ‘Democracia, ¿sin partidos?’. La diferencia entre aquella y
esta columna radica, obviamente, en que el título ya se puede sostener como
afirmación, sin duda ni signos de interrogación.
Durante los meses transcurridos se agravó
la descomposición del régimen de partidos. En tal virtud, las coaliciones en y
fuera del poder se reanimaron, pero no como suma de fuerzas, sino de
debilidades. No reflejan una acción de vanguardia sino de retaguardia, porque
los partidos están hechos añicos y cada uno tiene dueño, cuando no gerente o
capitán de empresa.
Ese par de alianzas no revelan gran, sino
nula imaginación. Se integraron bajo una idea pobre: juntarse sin unirse en
defensa de dogmas, posiciones, intereses, prerrogativas o privilegios,
arrumbando los principios en el arcón de los recuerdos. Una responde al
propósito de mantenerse en el poder, aumentándolo y ejerciéndolo sin cortapisas
ni contrapesos; otra, al instinto de sobrevivencia, la conservación del
subsidio y la práctica sin rubor del no poder.
En esa lógica, cierto, la democracia está
en peligro, pero no –como necean los analistas ilustrados en los libros de
texto– por la acción de un solo hombre, sino por la inacción y la indolencia de
muchas personas, así como la ambición lisa y llana de otras.
Sólo la pérdida de la razón y sensatez
explica la celebración de los dirigentes de la alianza opositora del desastroso
resultado obtenido en las elecciones de gobernadores de este y el año pasado,
como también la simbiosis del panista Marko Cortés y el priista Alejandro
Moreno. En calidad de compañeros de viaje, aplauden a rabiar a la orquesta del
Titanic, antes que concluya su última interpretación.
Ese dúo –hablar de un trío considerando al
perredista Jesús Zambrano, exige contar mal un pésimo chiste– enarbola una
consigna: “de derrota en derrota hasta el fracaso total” y toma decisiones
temerarias. La más reciente, declarar una moratoria constitucional en el
Congreso sin consultar a sus legisladores y sin advertir que la brillosa
determinación es tanto como cerrar uno de los pocos salones donde su voz
resuena a gritos, pero resuena.
Eso, sin hablar de la destreza aritmética
con la que el dúo suma los votos de su bajo rendimiento electoral y jura estar
en condición de ir por la presidencia de la República. Poco le importa carecer
de una propuesta o perfilar algún precandidato con carisma y posibilidad. Esa
pareja no reflexiona, declama. Y, lo que sea de cada quien, recita rebién la
tabla de multiplicar del dos y del tres, al tiempo que asegura resolver
quebrados.
En esa lógica, el dinámico par no ve por
qué consultar con los suyos planes, proyectos o estrategias, y mucho menos
dejar la sala de juntas o la oficina para salir a la calle a ver qué dice la
gente. ¿Para qué? Quizás, a solas y frente al espejo, cada uno asume no tener
idea, pero festeja controlar el padrón de militantes, el comité ejecutivo, el
consejo político y, desde luego, administrar las prerrogativas. Qué más se
puede pedir, cuando no se puede más.
¿En verdad, Marko Cortes no intuye que su
compañero de fórmula Alejandro Moreno es el opositor ideal que todo poderoso
quisiera tener? Vocifera y patalea, pero es inofensivo porque su pasado y su
presente lo condenan. Por eso, entre bromas y veras, el gerente de Morena,
Mario Delgado, considera que Alito debe seguir al frente del tricolor.
“Ha ayudado mucho –se burla– al crecimiento de nuestro movimiento, en ese gran
dúo dinámico que ha formado con Marko Cortés”.
Si no por sensatez, por mera curiosidad,
Cortés debería escuchar a los cuadros de su partido que advierten del
precipicio al que se asoma y lleva al albiazul.
Y qué decir de la alianza que Morena
encabeza con los verdes y los trabajadores que no son lo uno ni lo otro, pero
se acomodan donde sea, cobran en especie o presupuesto y, como detalle, llevan
recados sin pedir propina.
Con un cúmulo de poder inaudito, Morena
prefiere ir mal acompañado que solo y sigue sumando a partidos y personajes
dignos de aparecer en el diccionario de la corrupción y, en algunos casos, del
crimen. Allá en Toluca, ver tras los nominados a ocupar Palacio Nacional a los
gobernadores Cuauhtémoc Blanco y Ricardo Gallardo, así como a una cuerda de
priistas dignos de competir por el distrito de Almoloya en vez de ocupar una
gubernatura, un escaño o una curul, revuelve la conciencia y la memoria. Tales
aliados, socios y cómplices hacen pensar que los morenos han pasado del
pragmatismo sin medida, al cinismo sin vergüenza, diciendo abominar la
politiquería.
De súbito, el Señor –al que invoca con
fervor Adán Augusto López– ha salvado y convertido a esos candidatos a reo en
arcángeles de la transformación, pero no ha logrado darle institucionalidad,
organización, cohesión y civilidad al movimiento que usó como vehículo para
llegar adonde quería. No ha conseguido eso como tampoco revestir de
autenticidad y legitimidad el juego sucesorio, donde él dice quiénes, cómo y a
qué horas deben de participar, sujetándose al resultado de la encuesta que, de
seguro, se levantará solo en Palacio Nacional, advirtiendo desde luego que él
no interviene ni intervendrá. La luz del Señor oscurece a sus iluminados.
El poder fascina a Morena y, su atracción
irresistible, le impide ejercerlo sin los vicios que tanto han costado al país
y, sobra decirlo, así no se hace historia, se repite.
Sí, el sistema está a punto de generar
varios milagros: una democracia sin partidos, unos partidos partidos, una
alianza de debilidades, unas elecciones de pronóstico reservado. El único
problema es que los milagros, en política, por general son simples errores.
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