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miércoles, 27 de abril de 2022

Inicia el declive del poder presidencial




 López Obrador ha cancelado cualquier espacio para empujar su agenda política en el Congreso. Al acusar a la oposición de traición a la patria por el voto en contra de la reforma energética, las otras dos grandes reformas que anunció para la segunda mitad del sexenio son ya letra muerta: la electoral y la de la Guardia Nacional.
No hay forma que la oposición se siente a negociar otras “grandes” reformas. La experiencia del parlamento abierto para la reforma eléctrica fue inútil: al final, López Obrador jugó “todo o nada” y reventó cualquier acercamiento de posturas. Luego acusó de traición a sus adversarios e incluso los amenaza con acusarlos penalmente.

López Obrador prefiere la propaganda que la política; la confrontación que el avance de su agenda. Dice que su cuarta transformación ha quedado ya plasmada en la Constitución, pero frente a la magnitud del cambio que implicaba (para mal) la reforma eléctrica, los cambios constitucionales que logró en la primera mitad de su sexenio son más bien cosméticos y algunos reversibles.

El voto de rechazo de la reforma energética es el inicio del declive del poder presidencial (como ocurre naturalmente con cualquier gobierno). Aunque seguirá siendo popular hasta el último día de su mandato, el presidente ya no cuenta con la fuerza política para dejar una transformación profunda a nivel constitucional.

Para quienes creemos en la democracia como un sistema de pesos y contrapesos, el mes de abril deja un saldo positivo. Por una parte, se impuso un dique al voluntarismo presidencial y se cancela cualquier intento adicional para modificar la Constitución. Aunque podrá asfixiar presupuestariamente al INE con menores recursos, no habrá ya una reforma para desmontarlo o para elegir a sus consejeros por voto popular.

Por otro lado, la baja participación de la consulta revocatoria y el vacío que enfrentó López Obrador para armar un pleito donde nunca lo hubo, contuvo una mayor polarización política y evitó cualquier tentación de revivir el tema de extender el mandato presidencial. Fue un round de sombra: el presidente compitió contra sí mismo para ver cuántos electores lo ratificaban.

Afortunadamente el resultado fue predecible y anticlimático y eso desactivó el melodrama que probablemente deseaba el presidente cuando se legisló la consulta de revocación a fines de 2019: obtener un tanque de oxígeno para fortalecer su liderazgo político y empoderar su mandato.

Desafortunadamente, la consulta también trajo malas noticias: la violación abierta de las leyes electorales por parte del gobierno y el partido oficial. No sólo se trató de sacar ventaja de la contienda, sino además hubo un alarde público de desafío a las autoridades electorales y al marco constitucional. Ese antecedente es el riesgo más grave de cara a la elección presidencial de 2024.

De no haber sanciones firmes de todas las violaciones, el gobierno y su partido se quitarán los guantes en 2024 para hacer de aquella elección una pelea callejera: si no gano, arrebato. Cuentan con el apoyo de las fuerzas armadas y cierta aquiescencia del crimen organizado que, al menos en 2021, habría apoyado a algunos candidatos de Morena en algunas regiones del país.

Que haya iniciado el declive del poder presidencial es una buena noticia porque significa el inicio del proceso de sucesión presidencial de forma pacífica e institucional. Como en el pasado, los presidentes civiles gozan —primero— de una luna de miel, luego ejercen el poder y, naturalmente, el ciclo sexenal erosiona su poder político conforme avanza la segunda mitad del mandato.

Aunque con López Obrador el proceso de erosión de su poder político será más lento y gradual por su popularidad y enormes mayorías en el Congreso, el proceso inevitablemente ha comenzado.

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