Raymundo Riva Palacio
El presidente Andrés Manuel López Obrador no es reconocido por su pensamiento innovador y estratégico, sino por sus frases y promesas, tan jocosas como trágicas, así como por sus improvisaciones. Todas las mañanas, desde su atril de Palacio Nacional, cuenta cuentos. Son historias de lucha entre buenos y malos, de fieles e infieles, de transformadores y traidores. Desde ese patíbulo juega con las mentes de los mexicanos, apoyado por una legión de cibernautas que conforman su ejército digital. Para apoyar que se trasladen sus dichos del mundo virtual al real, esta semana los enviaron al frente de batalla para impulsar el hashtag #AMLOLujoDePresidente, y dispararon alrededor de 57 mil tuits por día.
A López Obrador no se le recordará como un estadista. Ni es, ni lo será, porque carece de una visión de Estado. Hablaremos de él en el futuro como una persona que alardeó de lo que era y no era, muy folclórico, con una pedagogía, como define sus sermones, que serían motivo de carcajada de no ser que ha dañado al país con un retroceso en todos los rubros, y roza los linderos de negligencia criminal. Se puede oír fuerte, pero ¿cómo entender cuando alega que su escudo contra el coronavirus es la honestidad y su antídoto la fuerza moral? ¿Cuántos muertos causó esa declaración? No lo sabemos, pero probablemente estamos pagando la baladronada que se había domado la pandemia.
Esos lances son normales en él. El 2 de abril de 2019, cuando la Secretaría de Hacienda ajustó la estimación de crecimiento, acusó al secretario de conservador y de hacerle el juego al Banco de México. Además, apostó literalmente a que el año pasado se crecería al 2 por ciento. En noviembre, aseguró que la transformación del país estaría lista a partir de este diciembre, pero lleva una semana llorando que la pandemia –que no causó–, la crisis económica –que sí provocó–, y la crítica en los medios –a los que siempre se refiere como irrelevantes–, le han estorbado en sus planes.
Había unos, claramente fantasiosos, como el dibujado el 16 de enero, al prometer que el sistema de salud mexicano funcionaría con normalidad a finales de este año y sería como el de Dinamarca, Canadá y el Reino Unido. En ese momento la pandemia del coronavirus ya había comenzado, y en Wuhan se preparaban para confinar a 11 millones de personas. Pero ni cuenta se daba de lo que pasaba; estaba en la construcción de un palacio de aire. El caos en el sistema de salud no comenzó con el Covid, sino con el desabasto de medicinas que para cuando hizo esa memorable declaración, ya morían niños con cáncer y enfermos de sida por falta de medicamentos. Nunca tuvo empatía con enfermos y muertos. Recortó presupuesto al sector Salud y no existe asignación para comprar la vacuna contra el coronavirus.
Un líder tiene que administrar las expectativas del pueblo para hacer cosas no tan complejas, y darse tiempo a realizar los cambios profundos. Este gran abanico de transformaciones lo dibujó el 1 de diciembre de 2018 en el Zócalo, cuando enumeró 100 compromisos para iniciar “una modernidad forjada desde abajo y para todos”. Dos años después, arrastra un déficit y una corrección de compromisos que no ha explicado los porqués.
El portal Serendipia, que realiza un notable periodismo de datos, ha hecho un seguimiento de los compromisos de López Obrador, que denominan AMLÓmetro. Hasta este 1 de diciembre, encontró que sólo 20 de los compromisos fueron cumplidos, contra 21 de ellos que ni siquiera han iniciado y 57 que se encuentran en proceso. Dos de los compromisos fueron rotos.
Entre los satisfechos que halló Serendipia, se encuentran las becas para estudiantes de primaria y nivel medio superior, las de los jóvenes en condiciones de pobreza, el duplicar la pensión de adultos mayores, otorgar pensión a personas discapacitadas de escasos recursos, emplear a 2.3 millones de jóvenes, y fijar precios de garantía para pequeños productores, que tienen como común denominador que son programas clientelares, en donde se localiza una parte del amplio respaldo que tiene López Obrador.
Otros irrelevantes, presupuestalmente hablando, son taquilleros, como la consulta popular contra expresidentes y la creación de una imagen franciscana mediante la cancelación de gastos presidenciales, que cumplió. Otros que tienen que ver con el crecimiento de una nación, como la promoción de la investigación científica y tecnológica, ni siquiera han comenzado. Algunos, como tener un “auténtico Estado de Derecho”, no sólo no arrancó, sino que va en retroceso.
Ofertas de campaña que se volvieron compromisos, como vender el avión presidencial, sigue en ese proceso pese a que en varias ocasiones planteó como inminente su venta. Ir en contra de la “riqueza mal habida”, tras 731 días, aún no comienza. El compromiso de “impulsar el desarrollo de fuentes de energía alternas”, que obviamente no inició nunca, puede incluso ser visto como una burla para todos, ya que es algo en lo que nunca creyó, como tampoco el otro compromiso congelado: la protección de la diversidad biológica y cultural.
Hasta ahora no ha iniciado –probablemente nunca empezará– el compromiso de impedir proyectos económicos, productivos, comercial o turístico que afecten el medio ambiente –porque tendría que suspender la construcción del Tren Maya y el aeropuerto de Santa Lucía. Otro más, la utilización del fracking como método de extracción de petróleo, definitivamente lo rompió, probablemente ante la incapacidad de Pemex de evitar el colapso.
La narrativa de López Obrador es antagónica. Lo demostró en su mensaje con el que inició su segundo tramo de gobierno, donde volvió a pintar el país al que todos los días retoca a brochazos. Al igual que en las mañaneras, la mayoría de lo que asegura es falso, media verdad, o lo frasea maniqueamente. Su visión ayer como hace dos años, fue gloriosa, épica y gallarda, con lo que envolvió otra historia del gran cuenta cuentos.
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