No conozco ningún cura que haya hecho una opción preferencial por los pobres que tenga la pretensión de que las personas que viven en situación de pobreza se hundan cada vez más en la misma
No tengo ningún pergamino que me habilite a
representar oficialmente la visión de la Iglesia ni a interpretar con mayor
exactitud que cualquier otro creyente el pensamiento económico o social del
Papa Francisco. No soy un experto en Doctrina Social de la Iglesia. Tampoco fui
amigo ni conocido de (ni siquiera recuerdo haber ido a alguna Misa oficiada
por) Jorge Bergoglio cuando era Arzobispo de Buenos Aires.
Hablo desde el sentido común, la experiencia,
una historia personal de (abollada, fallida y zigzagueante) vida cristiana, con
un cariño especial por el carisma franciscano, y desde los conocimientos que
pude adquirir al haber cursado mi Licenciatura de Filosofía en una Universidad
Pontificia y mi Doctorado en Dirección de Empresas en otra universidad, también
confesional.
La postura que afirmo es que la Iglesia
católica no tiene nada de “pobrista”, en el sentido económico que muchas veces
se le atribuye. No lo digo emulando la crítica de Diego Maradona a
las riquezas que admiró en el estado Vaticano ni haciendo una interpretación
personal de lo que Jesús habría querido decir en los Evangelios. No estoy
calificado para ello. Mirando la realidad, hablo del trabajo de los curas
denominados “villeros”. No conozco ningún cura que haya hecho una opción
preferencial por los pobres que tenga la pretensión de que las personas que
viven en situación de pobreza se hundan cada vez más en la misma. Todo lo
contrario: trabajan para la inclusión y la movilidad social ascendente al
construir (a veces, literalmente) escuelas, centros de formación profesional,
espacios de recuperación de adicciones, etc. en los lugares más paupérrimos de
todos. No son escuelas para aprender a ser cada vez más pobres. Son
escuelas para no perder la esperanza de que en esta Argentina crecientemente
injusta algunos, con mucho esfuerzo y algo de suerte, puedan superar una
condición que, según los reportes del Observatorio Social de la UCA (una
Universidad Pontificia, por cierto) es cada vez más estructural. ¿Por qué la
Iglesia del pobrismo busca que los que están en esa situación la abandonen, a
través de la educación y del trabajo?
La Iglesia católica no tiene nada de
‘pobrista’, en el sentido económico que muchas veces se le atribuye
Fundados sobre el concepto de la dignidad
humana, los curas negocian con las empresas prestatarias y con los funcionarios
públicos para lograr la provisión de los servicios esenciales, el mejoramiento
del hábitat, la presencia del estado en los muchísimos lugares donde debería
estar y no está, y la integración social y económica. Tareas no muy
espirituales que son la encarnación del compromiso para lograr que los que
menos tienen, tengan algo. ¿Eso es pobrismo?
Pensar que el Papa está atento a las
discusiones provincianas sobre el mérito y que le hace un guiño al presidente a
través del Twitter oficial de la Iglesia equivaldría a querer matar un mosquito
con una ametralladora. Sólo un ego del tamaño del país habilita una
consideración así. El mensaje del Papa es un mensaje inherentemente
espiritual: la Misericordia de Dios es tal que hasta los pecadores más grandes
pueden guardar esperanza. No vamos a llegar a las puertas del Cielo “por
mérito”. La libertad no está en “ganarse algo” sino en dejarse abrazar por
ese Amor inconmensurable, que todo lo puede. Este mensaje está lejísimos de
fundamentar un ataque a un sistema político y social meritocrático. La
meritocracia tendrá cosas buenas y malas, pero afirmar que el Papa está
opinando al respecto por un tuit descontextualizado es, y nunca fue tan atinada
la expresión, un signo de mala fe.
Pensar que el Papa está atento a las
discusiones provincianas sobre el mérito y que le hace un guiño al presidente a
través del Twitter oficial de la Iglesia equivaldría a querer matar un mosquito
con una ametralladora
Ni el Papa Francisco ni la Iglesia son
“anti-empresa”. Lo que el Papa denuncia, a través de sus encíclicas, son
las derivadas de un sistema en el cual hay algunas personas que están siendo
crecientemente excluidas o descartadas. Critica un sistema que especula y
donde hay una mayor acumulación de riqueza por un sector cada vez más
concentrado. Objeta el paradigma para el cual la empresa es sólo una
organización que maximiza beneficios, en vez de una institución social, con
impacto en diferentes ámbitos de la vida de una sociedad. El Papa se alarma
ante un sistema individualista y consumista, que está anestesiado respecto al
sufrimiento de los otros y al impacto ecológico. En ese contexto, se destacan
ciertos valores que nos conectan con la naturaleza comunitaria del hombre, como
la solidaridad y el encuentro con los otros. Si lo dice The Economist,
está bien. Si lo dice Harari, es interesante. Si lo dice el New York Times,
es valiente. Si lo dice Piketty, es brillante. Si lo dicen los amigos de
Sistema B, son unos maestros. Si lo dice el Papa Francisco, es
anti-capitalista. Qué doble estándar. Nadie dijo que ser Papa sea fácil (o
justo), pero el punto no es para el Papa, sino para nosotros: ¿cómo no tenemos
más juicio crítico respecto a lo que se escribe y publica sobre estos
conceptos? ¿O quién cree que el modelo de consumo global actual es sostenible?
¿Quién no querría un sistema más justo? ¿No nos parece moralmente grave que
haya gente que, en pleno siglo XXI, no muy lejos de la Capital Federal, tenga
mucha hambre?
Ni el Papa Francisco ni la Iglesia son
anti-empresa. Lo que el Papa denuncia, a través de sus encíclicas, son las
derivadas de un sistema en el cual hay algunas personas que están siendo
crecientemente excluidas o descartadas
La pobreza de la Iglesia es aquella del
desprendimiento de este mundo, para mayor Gloria de Dios. No es diferente al
mensaje de desapego que promueven casi todas las espiritualidades y religiones.
Es una manera posible, entre muchas, de lograr un camino de perfeccionamiento y
ascesis, para encontrarse con uno mismo y, por tanto, en la conciencia,
sagrario del hombre, con Dios. No se trata de aborrecer la riqueza, ni su
creación. La economía del dar supone la economía del crear. Hay santos de la
Iglesia (o sea, modelos a seguir) que fueron muy ricos, como Santo Tomás
Moro, signo de que la riqueza no es sinónimo de pecado. Ser pobre no te hace
bueno ni malo. Ser rico, tampoco. Depende de dónde pongamos el corazón. Un caso
más cercano temporal y geográficamente es el de Enrique Shaw, empresario
argentino (por opción y adopción) cuyo proceso de canonización está abierto, y
es considerado un Siervo de Dios desde el 2001. Imagínense la cara de
quienes hablan del pobrismo eclesial cuando sepan que va a haber un empresario
argentino, santo. No es un oxímoron, es una posibilidad muy cierta y, Dios
quiera, cercana.
El pensamiento social y económico de la
Iglesia es una propuesta: propone estar atentos ante las injusticias sistémicas
que atentan contra la dignidad de las personas y que corren al ser humano del
centro de la escena. Los sistemas sociales, políticos y económicos tienen que
ser para el hombre y estar a su servicio. Si no lo hacen la Iglesia siente que
tiene la responsabilidad de alertar al respecto, tal como lo hizo Juan Pablo II
con el comunismo, por ejemplo. Francisco, hoy, no destruye el pensamiento
capitalista sino que alerta sobre las injusticias y desbalances que genera un
sistema que es, definitivamente, perfectible y, al decir de Nietzsche, “humano,
demasiado humano”.
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