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martes, 4 de septiembre de 2018

La espada de Damocles


Por: Roberto C. Ordóñez

La leyenda de la espada de Damocles es requete conocida pero no pierde vigencia. Se refiere a Damocles como un cortesano del rey Dionisio, un tirano sanguinario de Siracusa. Desde el siglo IV antes de Cristo, cuando por primera vez se escribió la leyenda, el título de la misma tomó carta de ciudadanía y sirve para alertar de un peligro inminente.
Damocles era un cortesano soba levas que además de adular a su rey pasaba el tiempo envidiando sus riquezas, su lujo, su ostentosa vida, sus esposas y concubinas, pero sobre todo su poder.
El rey Dionisio, que como todos los reyes y poderosos estaba bien informado, se dio cuenta de los deseos ocultos y de la insinceridad de Damocles, por lo cual urdió un plan para agarrarlo con las manos en la masa.
Un día le dijo que en premio a su fidelidad y lealtad, lo dejaría ocupar su trono por un día, o sea que el adulador y hasta cierto punto conspirador, sería rey de Siracusa por 24 horas.
Al efecto, el rey Dionisio organizó una festividad que culminó con un gran banquete, en la cabecera de cuya mesa principal se sentaba Damocles, disfrutando del buen vino, la buena comida y la buena música, alegrando también su oído con las melosas palabras de los súbditos de su efímero reinado.
Ya medio entonado por el vino y las bellas bailarinas, le dio por volver la vista hacia arriba, y ¡oh sorpresa! Sobre su cabeza vio una filosa y pesada espada que pendía solamente de un fino hilo de la crin del caballo favorito del rey, o sea que al menor soplo de viento o al primer movimiento falso de Damocles la espada le cortaría el cuello, pues estaba colocada de tal manera y tan afilada, que al desprenderse de la frágil cerda que la sostenía también desprendería de su cuello la cabeza de Damocles.
Al darse cuenta con sorpresa del significado de la amenazante espada pendiente sobre su nuca, primero con sigilo y después aterrorizado, puso pies en polvorosa perdiéndose en los espesos bosques italianos.
La leyenda no cuenta cual fue el fin del traidor y adulador Damocles, pero posiblemente se ahogó en las profundas aguas del Mediterráneo, tragado por un mitológico monstruo.
Pero la parábola de su proceder ha sobrevivido 25 siglos después de su desaparición física, recordándonos la inestabilidad del poder y de sus numerosos riesgos.
¿Cuántos Damocles habrá todavía por los vastos valles de lágrimas del mundo? Seguramente muchos.
Después de volar en alas de la fantasía, las leyendas y las parábolas, aterricemos en nuestra patria, nuestra querida Honduras, sobre cuya democracia pende amenazadora una espada de Damocles.
La que empezó como la marcha de las antorchas encabezada por jóvenes reclamando el fin de la impunidad que ancestralmente nos ha agobiado y que fue apoyada por todos los que amamos nuestra patria, fue tomada por asalto por algunos políticos del patio que enarbolaron sus negras banderas en los desfiles juveniles, aprovechando las esquinas de las calles para repetir sus aburridas peroratas de barricada en las que ya nadie cree.
Los corruptos del cercano ayer son los moralistas de hoy, cuando todavía están frescos y filmados en vivo y a todo color sus vergonzosos actos de corrupción.
Hasta el momento sus delitos están impunes, porque ninguno ha purgado sus culpas, pero ahora gritan y exigen el fin de la impunidad, sin miedo a que les corte el gaznate la filosa espada de Damocles, porque el que escupe para arriba…
Los muchachos en huelga de hambre quizá sin saberlo son tontos útiles, manipulados por los titiriteros que manejan desde la sombra o a plena luz los hilos ocultos de la corrupción.
Las peticiones de los revoltosos cada día van en crescendo. Empezaron pidiendo el fin de la impunidad; siguieron con el fin de la corrupción y ya van por pedir la cabeza del Presidente Hernández, sin pensar que de los dos últimos presidentes, es el único que ha enfrentado frontalmente al crimen organizado, la delincuencia común, la corrupción y el narcotráfico.
Los políticos serios no participan en esos molotes callejeros. Permanecen tranquilos y serenos, como dice el señor de La Paz.

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