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martes, 2 de agosto de 2016

Las políticas públicas sobre las drogas: un fracaso vergonzoso de la civilización moderna


Las políticas públicas sobre drogas a nivel global son el resultado, más que de una visión ilustrada sobre el problema, de una inercia prohibicionista en cuyo origen solo hay prejuicios. Sus consecuencias, sin embargo, han sido desastrosas para la salud pública y la seguridad de las naciones involucradas en el tráfico y consumo de estas sustancias.


El increíble progreso del que una parte importante de la humanidad ha gozado en su historia reciente es fundamentalmente una consecuencia de las distintas revoluciones que han surgido en el conocimiento humano a partir de la primera Revolución científica de los siglos XVI y XVII.
El inusitado avance en los estándares de vida durante los últimos dos siglos en la mayor parte del mundo ha sido motivado por la generación, diseminación y aplicación del conocimiento.
Este toca a diario cada aspecto de la vida humana prácticamente en todo el mundo. La acumulación de mayor conocimiento humano no ha estado limitada estrictamente a lo científico y a lo tecnológico.
Ha habido un progreso considerable en la expansión del conocimiento dedicado a una mejor organización de la producción de bienes y servicios, posibilitada por la tecnología y los logros humanos. Y, desde luego, el conocimiento acumulado desde la Revolución científica y la Ilustración ha moldeado definitivamente la cultura, los valores y la gobernanza de las sociedades modernas.
Desafortunadamente, las políticas públicas que emanan de dicho conocimiento no se han aplicado de manera coherente. Muchas veces han sido silenciadas, hechas a un lado y sustituidas por otras que entran en contradicción con ese conocimiento. Existe, en muchas áreas de gran impacto humano, una clara desconexión entre las políticas públicas aplicadas y el saber basado en investigación científica y experiencia práctica. Esto es un despropósito total, y los ejemplos abundan, pero hay uno particularmente destacado: el caso de las políticas públicas sobre las drogas alrededor del mundo.
En pocas palabras, por mucho tiempo y con muy pocas excepciones, las políticas sobre drogas han estado basadas fundamentalmente en la prohibición y la persecución legal. Este enfoque es enteramente inconsistente con el mejor conocimiento aportado por las ciencias humanas, la investigación más sólida en materia de salud pública y el análisis económico.
Paradójicamente, buena parte del conocimiento de mayor calidad sobre adicción y abuso de drogas ha sido generado por las mismas instituciones gubernamentales que han sido incapaces de aplicarlo a sus políticas públicas.
Por ejemplo, el Instituto Nacional contra el Abuso de Drogas (NIDA, por sus siglas en inglés) es un excelente centro de investigación del Gobierno federal de los Estados Unidos, el cual ha hecho un gran esfuerzo por mejorar el entendimiento del uso de las drogas.
En su sitio web, el NIDA nos informa, con absoluta claridad y simpleza, lo que la ciencia sabe sobre por qué las personas comienzan a consumir drogas, y por qué algunas se vuelven adictas a ellas.
Este conocimiento científico tan esencial debería dejar claro que aun si se aplicaran las mejores estrategias de prevención posibles —cosa que, desafortunadamente, nunca ha ocurrido— habría una demanda residual por las drogas, independientemente de si estas estuvieran prohibidas o fueran altamente costosas en cualquier mercado en que estuvieran disponibles.
Por su parte, el análisis económico demuestra que prohibir la producción y el consumo de cualquier mercancía por la que existe una demanda lleva invariablemente a la creación de un mercado negro, por parte de individuos y organizaciones dispuestos a violar la ley. Significativamente, el análisis económico también indica que despenalizar el uso y la producción de una droga prohibida y ponerle impuestos a su consumo reduciría más su producción que la persecución legal (incluso si la persecución fuese implacable, aunque en los hechos jamás pueda alcanzarse un cumplimiento perfecto de la prohibición).
Sin embargo, por más de un siglo, la prohibición —y el esfuerzo por hacerla cumplir— ha sido el enfoque elegido para tratar el consumo de drogas, el cual, inicialmente adoptado únicamente para ciertas drogas por ciertos países, se extendió progresivamente para cubrir más sustancias y finalmente se universalizó mediante sucesivas convenciones internacionales, complementadas por acuerdos binacionales o regionales. Lo que es notable acerca de la universalidad y prevalencia de la prohibición y de los intentos por aplicarla ha sido lo inconsistente que ha resultado ser con respecto a los objetivos que supuestamente persigue.
Cuando analizamos la historia de las políticas públicas sobre las drogas, es tentador concluir que, en la mayoría de los casos, se ha procedido con estrategias esencialmente mal informadas. Sin duda este es el caso de Estados Unidos (EU), actualmente el país más influyente en la construcción del régimen internacional para políticas públicas sobre las drogas.
La historia de dichas políticas en EU parece haber sido moldeada más a las tendencias ideológicas de individuos en el poder —objetivos políticos puramente tácticos, políticas partidistas, disputas burocráticas entre instituciones gubernamentales, metas inmediatas en política exterior y, a veces, incluso por prejuicios raciales— y mucho menos, o tal vez nunca, por el objetivo de reducir el daño a la población causado por la producción, la venta y el consumo de estupefacientes.
Esa historia está bien documentada por el profesor de la Universidad de Yale, David Musto (1936-2010), quien nos recuerda en varias de sus publicaciones académicas que la prohibición del opio en 1909 y la aprobación de la Ley Harrison en 1914 fueron en parte una reacción irracional y racista contra ciertos grupos de la población.
La veda del opio reflejaba la asociación de la droga con los trabajadores ferroviarios chinos que inmigraron al oeste del país, y la Ley Harrison respondía al supuesto miedo de algunos sureños a que “los cocainómanos afroamericanos atacaran a la sociedad blanca”, una actitud racista que curiosamente coincidió con el apogeo de los linchamientos, la segregación legal y las leyes electorales discriminatorias en EU.
Musto también señala que un comité de estupefacientes comisionado por el Departamento del Tesoro en Estados Unidos para estudiar el problema de las drogas y sugerir cambios a la ley concluyó, sin proporcionar ninguna evidencia concreta, que “los adictos son criaturas débiles, sin sentido de la moral, y que al ser privados de su droga son capaces de cometer crímenes para conseguirla”.
Esta opinión prejuiciosa y desinformada se publicó en 1919 y siguió influenciando las políticas a partir de entonces, a pesar de que en el ámbito médico ya se reconocía públicamente que la adicción a las drogas es una enfermedad física y no el resultado de “poca fuerza de voluntad”. En vez de escuchar la opinión médica, el Departamento de Justicia de Estados Unidos acusó a aquellos médicos que otorgaban recetas para fines curativos, de violar las leyes federales de estupefacientes.

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La Agencia Federal de Narcóticos (FBN, por sus siglas en inglés) se creó en 1930, cuando la idea de que el uso de drogas provoca comportamientos criminales estaba muy arraigada oficialmente. Por aquellos días, como consecuencia de la Depresión, los inmigrantes eran considerados indeseables en EU, en particular los mexicanos, que comenzaron a ser asociados con la violencia y con sembrar y fumar cannabis, cosa que sirvió de argumento para su deportación masiva. No pasó mucho tiempo para que la Ley Fiscal de Marihuana, que prohibía la venta, intercambio y transferencia del cannabis entre particulares, se aprobara como ley federal de EU en 1937.
El hecho de que la lógica de esta política fuera cuestionada relativamente pronto por diversas voces sensatas pareció irrelevante. En la década de 1940, el Comité de Marihuana del alcalde de Nueva York, Fiorello La Guardia (con miembros de la Academia de Medicina de Nueva York), reportó que “el consumidor medio de marihuana no pertenece a los grupos criminales establecidos, y no se ha encontrado una relación directa entre la ejecución de crímenes violentos y la marihuana”. Furiosos, los agentes y administradores del FBN minimizaron las observaciones del informe ante los medios y el público en general.
Musto menciona que el FBN jugó un papel importante para que la gaceta de la Asociación Médica Estadounidense (AMA, por sus siglas en inglés) atacara al informe en una editorial que concluía que “los funcionarios públicos harán bien en ignorar este estudio anticientífico y acrítico, y en seguir considerando la marihuana como una amenaza donde quiera que se distribuye”.
Curiosamente, pocos años después, la misma AMA se alió con la Asociación Estadounidense de Abogados (ABA, por sus siglas en inglés) formando un comité conjunto para estudiar el problema de las drogas. El informe de este comité, publicado en 1961, señaló que “algunas autoridades responsables indican que la dependencia física y psicológica de los adictos a los estupefacientes, la compulsión para obtenerlos, y los elevados precios en el mercado ilícito, son los principales responsables de los crímenes cometidos por adictos; otras argumentan que las drogas mismas son responsables del comportamiento criminal”. Y concluyó que “el peso de la evidencia es tal a favor del primer punto de vista, que a la cuestión difícilmente puede llamársele controvertida”.
He aquí dos instituciones con autoridad en la materia, respaldadas por investigación científica, que explican cómo la raíz del problema criminal no radica en las drogas, sino en el hecho de orillar a los usuarios a depender del mercado negro —un mercado en realidad generado por las políticas mismas. En contradicción con las políticas públicas sobre las drogas, el comité de AMA–ABA argumentó que “en términos de impacto numérico y de efectos negativos para terceros en la comunidad, la drogadicción es un problema mucho menor que el alcoholismo. Rara vez los crímenes violentos, y casi nunca los crímenes sexuales, son cometidos por adictos”.
El FBN, otra vez furioso, contraatacó con su propio informe, poniendo al comité de AMA–ABA en la categoría de médicos y sociólogos “descabellados”.
Las agresiones del FBN no desalentaron a los expertos. En un informe de 1963, la Comisión Consejera Presidencial para el Abuso de Drogas Narcóticas, establecida durante la administración de Kennedy, hizo diversas sugerencias para la rehabilitación de usuarios de drogas, la relajación de las sentencias mínimas obligatorias, el financiamiento de la investigación en este campo y la disolución del FBN. Sin embargo, esa misma comisión insistió también en que el tráfico ilegal de drogas debía ser atacado con todo el poder del Gobierno federal de los Estados Unidos.
El hecho es que pronto quedó casi extinta cualquier esperanza de que las políticas públicas sobre esta materia en EU se alejaran de un enfoque esencialmente represivo. Justo cuando el uso de drogas se incrementó entre los jóvenes en la segunda mitad de la década de 1960 —y particularmente entre las milicias en Vietnam—, los prohibicionistas obtuvieron a un verdadero paladín cuando Richard Nixon quedó electo presidente de los Estados Unidos. Apenas seis meses después de tomar posesión, el 14 de julio de 1969, Nixon se pronunció ante el Congreso de EU sobre el problema de las drogas ilegales, y subsecuentemente la Guerra contra las drogas comenzó a tomar forma.

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Existe suficiente evidencia de que la Guerra contra las drogas fue básicamente una decisión política con total indiferencia por las consideraciones médicas o científicas pertinentes al problema. En junio de 1971, cuando su administración ya había lanzado algunas iniciativas importantes sobre las drogas, se llevó a cabo una conversación entre Nixon y dos de sus consejeros más cercanos, John Ehrlichman y H. R. Haldeman, que resulta altamente sugerente sobre los motivos del presidente de EU para mantener en pie sus políticas públicas sobre drogas.
Haldeman recuerda esa conversación de la siguiente manera:
[Nixon] también pidió a Ehrlichman que se sentara y señalara los tres problemas de mayor importancia. Comentó que la distribución de los ingresos solo es relevante si está unida a una reducción de impuestos, y que la reforma de la seguridad social solo es útil si ayuda a la gente a no depender de ella. Enfatizó que no debemos preocuparnos si no podemos alcanzar el éxito en estas metas, y señaló que JFK lograba avanzar solo inventándose problemas. Así que más bien deberíamos enfocarnos en cómo generar problemas que llamen la atención pública. Necesitamos un enemigo. Necesitamos controversia. Necesitamos generar algo que construya esas cosas. Las drogas y el cumplimiento de las leyes pueden ser una de ellas, especialmente ahora que las encuestas nos muestran debilitados en esos frentes.

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