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domingo, 1 de noviembre de 2015

El desarrollo estabilizador: fragmento del libro ‘El jefe de la banda’

López Mateos no fue nunca doblegado en su vocación de servicio al pueblo mexicano. Padeció orfandad infantil, apuro económico, desilusión juvenil, persecución política, autoexilio (...) todo ello no fue suficiente para que decayera su ánimo por servir ni su amor por el pueblo ni su pasión por México.

Adolfo López Mateos murió cuando era, todavía, un hombre muy joven.

Vivió, tan sólo, 59 años. De ellos, los casi tres últimos sumergido en un coma irreversible. Pero siempre he tenido la sensación íntima de que, aunque hubiere vivido 20 o 40 años más, nunca hubiere perdido su formidable y característica jovialidad. Pudo haber llegado a ser un anciano en lo corporal, pero no habría dejado de ser un joven en lo espiritual.

Ésta fue una nota indubitable de su perfil vital. Pero, debemos subrayar, que no se trata de una característica incidental que, únicamente, nos sirviera para explicar a un hombre divertido o ameno o simpático. Nada de eso. Además de ello, este carácter jovial nos resulta esencial para explicarnos muchos de sus personales atributos.

Como es característico en la juventud cuando no se encuentra atrofiada o pervertida, López Mateos era generoso, era sencillo, era valiente, era noble, era franco, era idealista, era alegre, era optimista y era honesto consigo mismo y con los demás.

No tenía, por su jovialidad, aquello con lo que la madurez y la vejez suelen acosarnos y, en ocasiones, atrofiarnos y pervertirnos. Ni la ambición, ni la soberbia, ni la vanidad, ni los miedos, ni el materialismo, ni el desencanto, ni la hipocresía, ni la perfidia. Por ello, junto con otros factores, pudo hacer un buen ejercicio presidencial. Estos caracteres personales nos facilitan entender al estadista y al hombre, así como apreciar sus actitudes, sus sentimientos y sus ideas.

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López Mateos no fue nunca doblegado en su vocación de servicio al pueblo mexicano. Padeció la orfandad infantil, el apuro económico, la desilusión juvenil, la persecución política, el autoexilio personal, el malestar físico y la enfermedad acechante. Pero todo ello no fue suficiente para que decayera su ánimo por servir, ni su amor por el pueblo, ni su pasión por México.

Fue López Mateos, como son los jóvenes, invariablemente optimista. Estaba convencido, sin lugar a dudas, de que México y los mexicanos éramos depositarios de una grandeza nacional. Más aún, casi siempre le atribuía la significativa calificación de “ineludible”.

Porque debemos tener en cuenta que el mismo concepto no es idéntico en todos los presidentes de un mismo país. La misma orden, la misma declaración, la misma palabra o el mismo discurso tienen distintos significados en función de quienes la giraron, la emitieron o lo pronunciaron.

Como mero ejemplo, pensemos en las palabras que se repiten todos los 15 de septiembre en el balcón central del Palacio Nacional. Nos queda perfectamente claro que las palabras ¡Viva México! no significaron lo mismo en Adolfo López Mateos que en Ernesto Zedillo o en Vicente Fox. No me estoy refiriendo a que suenen distinto en cada uno de ellos ni a que uno sea mejor orador que el otro. Me refiero a que cada uno de ellos ha tenido una forma distinta de concebir a su patria, no obstante que ésta sea la misma.

Tengo la impresión de que el concepto de patria para López Mateos se asociaba con el de numen, el de Zedillo con el de historia y el de Fox con el de tradición.

Esto lo digo porque la patria para López Mateos era algo de naturaleza fundamentalmente mística. Algo ubicado por encima de lo terrenal y casi en los linderos de lo divino. La consideraba como una especie de deidad que nos cobija y nos ampara, así como a la que hay que tributarle hasta la vida misma.

Luego, entonces, su idea sobre el heroísmo es la de un deber y no tan sólo la de un mérito.

Baste recordar que en esas ceremonias de el Grito exaltaba a la patria sin bajar la mirada hacia la plaza o hacia el pueblo, sino colocándola en el horizonte y en el cielo. Le hablaba a México con la misma actitud con la que el creyente le reza a su dios. México no era, para él, un lugar geográfico ni una sociedad nacional. Mucho menos una estadística o una encuesta. México era el centro supremo de una religión cívica. Algo superior, indestructible y eterno.

Lo anterior deja en claro la diferencia a la que aludíamos.

Para Ernesto Zedillo su patria era algo ubicado en nuestra historia. Desde luego, pleno de una alta valoración y orgullo. Los insurgentes, Hidalgo, Morelos, la Reforma, Juárez, el movimiento revolucionario, la transformación social, la independencia, el federalismo, la soberanía, el constitucionalismo, las libertades y todo aquello que nos dignifica porque nos costó esfuerzo, sangre, sufrimiento, inteligencia y decisión. Para Zedillo, los mexicanos valemos por lo que hemos hecho, y tiene razón. Para López Mateos, los mexicanos valemos por lo que somos y, también, tiene razón.

Por su parte, para Vicente Fox su patria está representada por un tesoro tradicional. Nuestra familia y nuestros amigos; nuestra región y nuestra comida; nuestra casa y nuestra música; nuestras costumbres y nuestra cultura.

A diferencia de los que he mencionado, para él los mexicanos no valemos por lo que somos ni por lo que hemos hecho, sino por lo que tenemos y, también, tiene razón. No por lo que poseemos en dinero ni en poder, sino en una riqueza común e indivisible aunque, al fin de cuentas, en un haber o tener más que en un hacer o en un ser.

Todo esto no es solamente un asunto filosófico que pudiera considerarse irrelevante e inútil como ejercicio, sino que ello determinó muchos de los referentes de su actuación presidencial, de su relación con el pueblo que los tres han gobernado y de las consecuencias que ello habría de tener para los mexicanos.

Por ejemplo, si no hubiéramos hecho la Independencia y siguiéramos como vasallos de la corona española, López Mateos y Fox nos seguirían valorando casi igual, pero para Zedillo seríamos una ralea inferior. Por el contrario, si no nos inmoláramos en el altar de la patria cuando ésta lo requiriera, Zedillo casi ni se inmutaría, pero López Mateos nos maldeciría por todos los siglos, como bastardos o como renegados, sin ninguno de los derechos de los hijos patrios.

Con lo anterior, López Mateos indicaba que con nosotros, sin nosotros o a pesar de nosotros México había sido, era y eternamente sería grande. Que contra ese signo de grandeza los propios y los extraños resultaban impotentes.

No advertía la grandeza nacional como un estadio futuro ideal o eventual sino como algo tangible desde siempre y hasta siempre. Pero no como una dádiva abstracta y metafísica. No la llamaba “eterna”, calificativo más ligado a lo teológico. La llamaba con un calificativo relacionado con la conducta de los hombres, pero sobrepuesto a ella. La llamaba “la ineludible grandeza nacional”.

En un momento de la vida de México López Mateos nos convenció de que la grandeza nacional es ineludible. Quienes así podamos verlo tendremos resuelta nuestra relación con la Patria.

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Una “leyenda urbana” que ha permanecido durante muchos años y, por cierto, de forma distorsionada como de “teléfono descompuesto”, se refiere a la supuesta nacionalidad guatemalteca de López Mateos. Este mito surgió del Colegio Electoral de 1946 y la verdadera historia es la siguiente.

El Colegio Electoral era, en aquel entonces, el órgano soberano encargado de la autocalificación de las elecciones.

Una mezcla de lo que hoy serían, en este particular sentido, los institutos y los tribunales electorales. Lo integraban los primeros 50 o 60 diputados y senadores que hubieren recibido constancia de mayoría. Lo jefaturaba quien se habría de convertir en líder de la Cámara de Diputados, en esa ocasión, David Romero Castañeda.

Pues bien, fue ése de 1946 un Colegio Electoral particularmente álgido y sólo comparable en su conflictividad con el de 1988. Quizás uno de sus casos más notables fue el de la impugnación de la elección del senador mexiquense Adolfo López Mateos por algo que el tiempo, mezclado con la ignorancia, terminó por distorsionar en la voz popular.

Resulta que, en su juventud, López Mateos se autoexilió y fue a residir a Guatemala. Allí trabó amistad con el dictador presidencial Jorge Ubico, de quien se convirtió en un colaborador meritorio, es decir, sin goce de emolumentos ni relación de subordinación. Cuando el joven mexicano se percató de que el mandatario guatemalteco había caído en un comportamiento dictatorial, se separó de él y regresó a México.

Este suceso impulsó al Partido Acción Nacional, por conducto de Manuel Gómez Morin, a presentar una acusación de inelegibilidad basada en el supuesto de que López Mateos hubiere trabajado para un gobierno extranjero sin recabar el permiso del Congreso de la Unión, lo cual determina, constitucionalmente, la pérdida de la nacionalidad mexicana y, consecuentemente, de los derechos ciudadanos.

Esto no tiene que ver con aquella incoherencia de quienes repiten todo sin entender nada en el sentido de que López Mateos no había nacido en Atizapán sino en Guatemala. A López Mateos no se le acusó congresionalmente de tener nacionalidad guatemalteca, sino de haber perdido la mexicana, precisamente, porque alegaban que, siendo mexicano, no hubiera cumplido con las leyes mexicanas.

Romero Castañeda operó con serenidad y con eficiencia.

La defensa se le encargó a dos senadores electos que tenían muy buenas credenciales como abogados y que ya habían sido hasta presidentes del Tribunal de Justicia de sus respectivos estados. Lo hicieron de maravilla. Por otra parte, Martín Luis Guzmán se encargó de desenredar toda la historia en los archivos guatemaltecos, donde resultó que López Mateos ni figuró nunca como empleado del gobierno ni cobró un solo quetzal. Y al ilustre don Manuel todo se le hizo un batidillo y pasó de acusador a acusado.

Se demostró que era él y no López Mateos quien había dejado de cumplir algunas obligaciones de la ley mexicana de nacionalidad, relacionadas con la hispanidad de sus ascendientes y que lo hacían inelegible para la diputación por la que se había postulado por un distrito electoral de Chihuahua.

Por cierto que aquí se presenta uno de esos tejidos que el destino trama sin nuestra voluntad y sin nuestro concurso.

En esos días de impugnación, la esposa de López Mateos, Eva Sámano Bishop, se acercaba al centro de la ciudad para comer con su esposo, a quien sentía atribulado por la acusación y la impugnación.

Pues bien, cierto día se encontraron en el Café Tacuba, muy cerca de la Cámara de Diputados. Romero Castañeda había designado, esa misma mañana, a los mencionados defensores y sus antecedentes tranquilizaban a López Mateos. Lo comentó con su esposa y le dijo que eran muy competentes pero, lo malo, es que le hacían muy “fea cara”.

Lo cómico es que esos senadores eran Gustavo Díaz Ordaz y Fernando López Arias, dos de los políticos más proverbialmente feos en la historia de México.

¿Cómo le iban a hacer buena cara, si no tenían otra mejor? Lo paradójico es que López Mateos sería compañero de ellos, en el Senado de la República, por los siguientes seis años. Que se haría su amigo inseparable. Y que lo acompañarían en su mandato presidencial. López Arias sería procurador general de la República y, después, gobernador de Veracruz. Díaz Ordaz sería secretario de Gobernación y, después, Presidente de la República. Todo ello, por decisión de Adolfo López Mateos, su defendido 12 años antes, en el Colegio Electoral.

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