Juan Antonio García VillaEl pasado martes se cumplieron 79 años del reparto agrario en la comarca lagunera. El decreto expropiatorio de tierras firmado por el entonces presidente Lázaro Cárdenas, se publicó en el Diario Oficial el 6 de octubre de 1936. Como es de suponer, la fecha no sólo se convirtió en histórica sino en todo un símbolo de la reforma agraria, en icono, como ahora se suele decir, del entonces a sí mismo llamado régimen revolucionario.
Con el tiempo el reparto de tierras en La Laguna, efectuado hace casi ocho décadas, derivó en estrepitoso fracaso. Los herederos de aquel régimen repartidor, hoy de nuevo en el poder, no sólo olvidaron por completo el discurso revolucionario, que durante décadas no se les cayó de la boca, como si trajeran el alma entre los dientes, sino también han olvidado ostentarse como revolucionarios. Porque en realidad no lo son y nunca lo fueron.
El reparto agrario en la Comarca no fue una decisión de gobierno cualquiera sino un acto de enormes proporciones. En consecuencia, en razón de su magnitud, lo mismo pudo ser una política gubernamental de la que se originaran grandes beneficios para muchos, que mayúsculos perjuicios también para muchos. Exceptuada una pequeña minoría de logreros, infortunadamente lo segundo fue lo que prevaleció en detrimento de los más.
De un día para el otro, para expresarlo de alguna forma, se repartieron alrededor de 150 mil hectáreas de buenas tierras agrícolas de ranchos y haciendas en plena producción, entre más o menos treinta mil campesinos (aunque esto de campesinos es un decir, como adelante veremos), con quienes se formaron poco más de 300 ejidos, tanto en el lado de Coahuila como de Durango de la región lagunera. El reparto de tierras y aguas más importante en la historia de la reforma agraria.
Como acto reivindicatorio, de justicia social, quizá este reparto de tierras entre quienes las trabajaban pudo haber tenido justificación, política, ética y aun jurídica, y ser procedente. El problema es que desde el principio claramente se observó que tuvo otro propósito. Por ejemplo, en las tierras repartidas laboraban de manera permanente unas 12 mil personas. Pero como el reparto tuvo lugar en plena cosecha o pizca del algodón, entonces y por mucho el principal cultivo en la región, se encontraban otros 15 mil jornaleros temporales procedentes de otros estados para colaborar en la cosecha. Terminada ésta, normalmente hacia principios de diciembre, regresaban con muy buena paga a sus lugares de origen. Acuñaron la despedida, que se hizo popular en la Laguna: “Hasta las otras pizcas”.
Bueno, pues esos 15 mil temporales foráneos entraran también al reparto. Adicionales a otros varios miles más que nada sabían del campo y se convirtieron en ejidatarios, literalmente de la noche a la mañana, peluqueros, albañiles y cantineros citadinos. Era suficiente, escriben historiadores locales, mostrar el carnet del Partido Comunista –curiosamente no del PNR- para ser dotados de tierras. Demagogia pura, pues.
Luego y durante décadas férreo control político de los ejidatarios, pero ya por el partido oficial. Sometimiento a extremos indecibles, de semiesclavitud. Aprovechando todos los resquicios posibles: el crédito, la distribución del agua, la dotación de insumos, la venta de cosechas, etc. Además de inicua explotación económica, que explica cuantiosas fortunas laguneras. Cuando el mito ya fue insostenible, la fecha icónica (objeto durante décadas de grandes celebraciones) sencillamente pasó al olvido. Hoy el 6 de octubre en la Laguna, es como cualquier otro día.
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