Es un periodo clave de decisiones no sólo para el gobierno, sino para el futuro del país.
Por José Buendía Hegewisch
El vendaval económico que dominará la coyuntura política del país puede ser también una oportunidad para abrir un debate público y transparente de una nueva agenda nacional. A pesar de las urgencias y del juicio de la inmediatez, entre las élites económicas y políticas se abre paso a la idea de que es un periodo clave de decisiones no sólo para el gobierno de Peña Nieto, sino también para el futuro del país. Si existe consenso sobre la gravedad del momento, resultaría imprescindible revisar prioridades y respuestas ante fenómenos de impacto de largo alcance como la caída del petróleo, la desaceleración mundial o la elevación de tasas en EU.
El Presidente dejó, finalmente, de resistirse al reclamo de revisar su gabinete tras casi un año de navegación reactiva. Previo al tercer informe sus acciones hablan de la necesidad de retomar la iniciativa y relanzar un gobierno desgastado por escasos resultados y de respuestas oportunas a las dificultades de su proyecto original con la parálisis de las reformas. Peña Nieto justificó la decisión “para hacer frente a las nuevas circunstancias y desafíos que enfrenta el país”. Lo hace en las horas más bajas de su popularidad y al comenzar la segunda mitad de su administración, cuando los tiempos políticos de la sucesión devoran el calendario de los gobiernos. Pero eso debe pasar no sólo por nuevos nombres, sino por la discusión pública de alternativas al estancamiento y empobrecimiento que debilitan la democracia.
El reconocimiento es importante si sus movimientos se traducen no sólo en enroques políticos hacia 2018, sino también en el orden y contenido de sus políticas. Si hasta ahora había optado por no ceder a la presión de la “coyuntura” y encapsularse en el discurso de las reformas, ahora supeditar la agenda nacional a la sucesión sería no entender el momento y dejar en segundo orden los problemas del país. La primera aduana para corroborar el sentido de los cambios es el presupuesto y recorte del gasto, aunque la permanencia de los responsables de la política económica no auguran cambios en ella.
¿Recorte al presupuesto a partidos o a educación superior? ¿Invertir en policías o justicia? ¿Política salarial o incentivos a la inversión? ¿Se revertirá la Reforma Fiscal aunque no hay margen para la recaudación? ¿Qué lugar ocupará la política social en las prioridades?
Un buen ejemplo del poder de los tiempos políticos para inhabilitar la política pública es la pobreza. Las últimas cifras son el retrato de un país “desfigurado”, como las calificó el Instituto de Estudios para la Transición Democrática. El ingreso promedio de los mexicanos es similar al de 1992 y el crecimiento en los últimos tres lustros es menor al que exige la población. Las sucesivas crisis han borrado esfuerzos por mejorar la situación social y las respuestas de política económica han sido las mismas desde entonces. Se necesita, como reconoció Rosario Robles antes de dejar la Secretaría de Desarrollo Social, un esfuerzo de Estado sin tintes partidistas para ser eficaz, pero se abre esa posición clave del clientelismo político a una nueva carta para la sucesión presidencial, José Antonio Meade.
La mayoría legislativa para el presupuesto, en efecto, no se traduce en la formación de consensos sobre política económica o de nuevas respuestas ante la crisis que no deje otro agravamiento de la situación social. El surgimiento de un pacto de medidas emergentes contra la contingencia económica, sin embargo, se ve difícil después del desprestigio y el costo electoral que supuso el Pacto para los partidos firmantes en el primer tramo del sexenio.
No obstante, la crisis debería verse como nueva oportunidad para que partidos y gobierno recuperen prestigio y credibilidad si lograran, en efecto, elevarse de la coyuntura y abrir una deliberación pública amplia y transparente de las decisiones que se necesitarán para apoyar las reformas y las medidas extraordinarias que el país tendrá que tomar.
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