POR ALEJANDRO HERNÁNDEZ
Miguelito le dice a Mafalda: ¡Eso sí que me gustaría: ser presidente de la república! ¿A vos no?
Mafalda, cerebral como es, responde: Eso es algo muy complicado, Miguelito.
Bueno, dice éste, yo no digo ser presidente-presidente, ¡qué sé yo!, una cosa parecida.
Mafalda concluye: ¡Menos! Eso es algo muy trillado, Miguelito.
Todavía no llegamos a la mitad de la actual administración federal y ya hay varios mexicanos y una mexicana que han dicho: Quiero ser presidente. Y hay otros que quieren, pero todavía no lo dicen. ¿Los aspirantes superarán la docena? Es probable. Ya no podemos asociar el número de candidatos al número de partidos políticos, pues la figura de candidato independiente nos remite a una cantidad indefinida.
Nada de malo hay en que un ciudadano o ciudadana quiera ser presidente. Lo importante es para qué.
Por ejemplo, Vicente Fox tuvo claro que quería ser presidente pero nunca supo ni entendió para qué.
Carlos Salinas y Felipe Calderón parecían sí saberlo hasta que se enredaron sobre la marcha y terminaron dinamitando sus capacidades, cada uno a su estilo, desde luego.
José López Portillo quería ser presidente para erigirse en personaje de la historia, un monumento a caballo, un héroe que se hablara de tú con los independentistas.
Una decena de presidentes no tuvieron necesidad de preguntarse el para qué, sino el porqué, y la respuesta era sencilla: porque me puso el presidente.
Para qué quiere una persona ser presidente.
Para qué quieren serlo Andrés, Margarita, Miguel y Rafael (en orden alfabético, por aquello de la equidad) y todas y todos aquellos que se irán apuntando. Para qué.
Porque uno asume (¿ingenuidad de por medio?), que alguien quiere ser presidente para ser presidente-presidente, y no sólo PRESIDENTE, las mayúsculas iluminando su nombre y la banda presidencial al pecho.
Para el próximo periodo de gobierno (qué lejano parece hoy), necesitamos un presidente-presidente con visión y capacidad operativa y cuyos cálculos estratégicos se hagan poniendo en primer lugar el interés del país, capaz de invertir, y en su caso gastar, su capital político. Alguien a quien las encuestas no lo hagan extraviar el piso o perder la valentía. Alguien que esté dispuesto a combatir la corrupción, el abuso del poder y la impunidad. Alguien que honre su protesta de cumplir y hacer cumplir la ley. Alguien que sume adhesiones, logre acuerdos, distribuya créditos en el éxito y asuma responsabilidades en el fracaso.
Necesitamos un presidente-presidente que hable lo necesario y logre mucho, que no haga de su día una jornada en pos del aplauso sino una intensa y efectiva entrega en bien del país. Alguien para quien los niños, las mujeres, los trabajadores, los empresarios, los campesinos, las amas de casa, los estudiantes, los desempleados, no sean sólo material de periódicos discursos, sino motivo de sus esfuerzos, objeto de sus desvelos, finalidad de sus acciones.
Necesitamos un presidente-presidente que no crea que repartir el erario como si fuera bolo de bautizo es la forma de acabar con la pobreza, que no confunda su palabra con luz redentora, que no vea en cada disidente o crítico a un enemigo, que no intente escriturar la verdad a su nombre y que sepa más de sumas que de divisiones.
Necesitamos un presidente que se esmere más por la esencia que por la apariencia, más por la gente y menos por la popularidad, más por las causas nacionales que por un lugar en la historia, más por servir que por mandar. Y desde luego, como ironiza Quino a través de Miguelito, que no tenga por móvil principal el lado seductor de la presidencia, la protocolaria, los honores, las fotos y las obediencias.
En síntesis, necesitamos un presidente-presidente y no una cosa parecida, de lo que ya hemos tenido varias ediciones. Que lo piensen bien los aspirantes. Si no están dispuestos, pueden dedicarse a otra actividad digna y productiva. Hay muchas.
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