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viernes, 19 de junio de 2015

Subir salarios sin educar es contraproducente

Por JORGE SUÁREZ-VÉLEZ

El ludismo surgió en el siglo XIX como consecuencia de la Revolución Industrial. Ésta provocó enorme desempleo en la industria textil, entre otras, conforme telares y máquinas de hilar reemplazaron a miles de artesanos y trabajadores. Su nombre proviene de Ned Ludd, quien se hizo famoso por romper dos telares en 1779. Los ludistas destruían máquinas para evitar que éstas desplazaran a los trabajadores.

Si hubieran logrado su objetivo, la economía británica se hubiera mantenido subdesarrollada, jamás hubiera alcanzado uno de los niveles de ingreso per cápita más altos del mundo. La adopción de tecnología incrementó la productividad y creó riqueza. Ésta no se ha distribuido en forma totalmente equitativa, pero ciertamente los pobres en Inglaterra gozan de condiciones de vida mejores a las de gente de “clase media” en países no industrializados.

En la lógica ludita, el cambio es malo, el progreso no es deseable pues provoca que haya ganadores y perdedores. Pero, con perspectiva histórica, hoy nadie defendería a Ned Ludd, sabemos qué ocurrió después: Inglaterra se industrializó. La pobreza no ha desaparecido, pero hay una fracción mínima de la que había entonces. El progreso permitió invertir en salud, tener uno de los menores niveles de mortandad infantil y una de las esperanzas de vida más largas del mundo. Se invirtió en educación, fortaleciendo un sistema de educación pública de clase mundial.

Sin embargo, resurge el ludismo en pleno siglo XXI. Como entonces, esta segunda revolución industrial genera ganadores y perdedores. En aquélla, se logró encausar enorme fuerza, muchas veces superior a la humana o animal, por medio de máquinas de vapor que hicieron posible el surgimiento de fábricas y de transportación masiva. En ésta, se logra potenciar la capacidad mental del ser humano, incrementar exponencialmente procesos cognitivos, conforme el desarrollo de poderosas computadoras nos permite hacer cosas impensables hace una década: tener mapas inteligentes que nos alertan de las condiciones de tráfico en los automóviles, cámaras digitales en el teléfono que nos dejan enviar fotografías o video al otro lado del mundo en forma instantánea, o computadoras personales que en nanosegundos realizan cálculos complejos que antes exigían miles de horas hombre.

Sería tan absurdo pensar en que no es deseable que la tecnología evolucione, como lo es exigir que quienes realizan funciones sustituidas por ésta mantengan su empleo e ingreso, o que la solución está en pagarles más a trabajadores para que hagan lo mismo, sabiendo que eso incrementa la probabilidad de que sean sustituidos por procesos automáticos. El reto real proviene de darles tanto a trabajadores adultos como jóvenes herramientas para adaptarse al cambiante entorno laboral.

Como país, tenemos que nivelar el campo de juego para todos. Hoy, millones de jóvenes no sueñan tener acceso a educación que sea mínimamente competitiva internacionalmente, sin hablar de los millones sin acceso alguno. En el siglo de la “economía del conocimiento”, mantener al grueso de nuestra población al margen de la educación mínima necesaria es inmoral y suicida, pues equivale a manejar un Ferrari de 12 cilindros utilizando dos.

Más allá de eso, necesitamos forjar una mezcla de dos sistemas, uno capaz de dotar a nuestros jóvenes con herramientas y habilidades vocacionales que el mercado laboral demanda, y otro donde enseñemos a nuestras élites intelectuales a pensar. Resulta siempre contradictorio que el sistema educativo estadounidense que muestra resultados mediocres en la encuesta PISA de la OCDE, que mide el desempeño educativo de un país, sigue siendo el que más tecnología genera, más patentes, más innovación, y establece estándares de competitividad internacional.

Esto se explica por tres motivos, en mi opinión. Primero, porque esa encuesta mide desempeño de estudiantes promedio, pero hay escuelas con mucha mayor calidad educativa. Segundo, porque el sistema de educación liberal estadounidense, que impera en las mejores universidades del mundo (Yale, Harvard, Princeton, etcétera), educa a alumnos de muy alto mérito a partir de criterios “liberales”, insistiendo en que aprendan a escribir bien y a que desarrollen alta capacidad de razonamiento crítico. Dada la velocidad a la que evoluciona la tecnología, las habilidades vocacionales se vuelven obsoletas más rápidamente, pero quien sabe pensar se adapta al cambio, se reinventa una y otra vez. Por último, porque es un país pragmático dispuesto a importar talento de otros países, situación que aprovecha el enorme imán del extraordinario sistema universitario que atrae a los mejores estudiantes del mundo, muchos inmigran permanentemente.

En México, mientras tanto, tenemos una política migratoria acomplejada y obsoleta que hace imposible beneficiarnos de abundante talento internacional al que le encantaría utilizarnos como plataforma para acercarse a la pujante economía de América del Norte, mientras el resto del mundo se hunde en un preocupante estancamiento.

Todo se mueve en forma vertiginosa. ¿Y a nosotros nos tomará un sexenio “quizá” lograr evaluar a los maestros en nuestro paupérrimo sistema de educación pública?

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