Estados Unidos y México están hablando en dos frecuencias diferentes, donde la que usa Washington silencia la de Palacio Nacional.
La versión oficial mexicana del encuentro entre el
presidente Andrés Manuel López Obrador y la vicepresidenta de Estados Unidos,
Kamala Harris, no podía ser más grandilocuente. Fue un “gran día” para la
relación bilateral, escribió en su cuenta de Twitter el secretario de Relaciones
Exteriores, Marcelo Ebrard, quien resaltó como uno de los grandes momentos de
ello el que el Presidente le mostrara los murales de Diego Rivera en Palacio
Nacional. ¿En serio? Sobre la sustancia, agregó, se abordaron la economía y el
diálogo de alto nivel, la cooperación para la seguridad, y el desarrollo en el
sur de México y América Central. “Fue un encuentro muy exitoso”, declaró. La
pregunta es para quién fue exitoso. Y el reclamo es hasta cuándo seguiremos
bailando con la música y el ritmo que nos imponen desde Washington.
Las fanfarrias suenan a burla para los mexicanos. Lo que
informó Ebrard no abarca el fondo de la agenda de México ni tampoco ayuda a
reducir la asimetría en la relación bilateral. Está claro en su mensaje en las
redes sociales, donde parecería que se abordaron diversos temas, cuando en
realidad se trató uno solo, el de la migración centroamericana, que es lo que
le interesa prioritariamente al presidente Joe Biden, porque es el problema que
no ha podido resolver, pese a sus promesas de campaña. La migración se inserta
en la polarización en Estados Unidos, y fue el de mayor atención pública y
desgaste en los dos primeros meses de su gobierno. Hoy en día 6.5 de cada 10
estadounidenses reprueban su manejo en el tema.
La visita de Harris a México y a Guatemala se inscribe en
este contexto y en las renovadas críticas, de este lunes, contra ella y el
presidente de los propios demócratas y de activistas a favor de la migración,
tras las declaraciones de la vicepresidenta a los migrantes guatemaltecos de
que no viajaran a Estados Unidos. El discurso de Harris en Guatemala fue
antagónico al que trajo a México, donde declaró “creer firmemente que estamos
entrando en una nueva era” de la relación bilateral. La nueva etapa, sin
embargo, establece una línea de acción unilateral.
Esta renovada dinámica de la imposición comenzó desde que se
plantearon los temas de la discusión y el formato. López Obrador y Harris
hablaron privadamente durante 30 minutos, antes de integrarse a una reunión del
grupo de alto nivel que duró aproximadamente una hora. Después, lo que guardó
en secrecía Ebrard, nos cayó de sorpresa en un comunicado de la vicepresidenta
que nos informó lo que iba a suceder en Palacio Nacional: antes que nada, lo
único concreto de la visita, la firma de un memorando de entendimiento entre
los dos países para explorar las formas de desarrollo económico en Guatemala,
El Salvador y Honduras.
Excluido de ese memorando están las propuestas de López
Obrador de incluir en ese contexto el programa Sembrando Vida. Totalmente fuera
de la discusión, se lo dijeron previamente a Ebrard, cualquier iniciativa de
ampliar las visas agrícolas para trabajadores centroamericanos y mucho menos
aún redefinir un camino para que alcancen la ciudadanía. Lo que pretende Estados
Unidos es sumar a México a que aporte recursos directos para el desarrollo
centroamericano, lo que está fuera del radar e interés de López Obrador.
El canciller esconde una realidad que no puede ocultarse. En
la víspera de que llegara Harris a México, su vocera Symone Sanders dijo que la
vicepresidenta utilizaría la reunión bilateral “para construir” sobre lo que
avanzó de su primera plática virtual con López Obrador, donde discutieron las
prioridades de desarrollo económico en la región centroamericana, así como la
cooperación en materia de seguridad, para reducir la migración irregular del
llamado Triángulo del Norte. Nada en dos sentidos. Todo en uno solo, como el
fortalecimiento de la vigilancia migratoria en la frontera sur mexicana, la
cooperación en materia de seguridad y atacar con recursos las raíces de fondo
de los fenómenos.
En esa reunión virtual, Harris también expresó la
preocupación de su gobierno por la violencia en la frontera norte, y la
incertidumbre por el cambio de reglas en materia de inversión privada. No se
sabe aún si retomó esos puntos o, como sugirió el Departamento de Estado
recientemente a Ebrard, la petición –con un tono más de reclamo– de tener la
actualización de las investigaciones contra ferroviarias de ese país aparentemente
por afectar la competencia del mercado.
Estados Unidos y México están hablando en dos frecuencias
diferentes, donde la que usa Washington silencia la de Palacio Nacional. Un
botón de muestra: López Obrador anticipó que no plantearía a Harris la cancelación
del financiamiento para mexicanos contra la Corrupción y esperaría la respuesta
a una queja en el Departamento de Estado, que llegó en otros términos. El
Departamento de Estado le comunicó a Ebrard su molestia con las declaraciones
del presidente, y Biden firmó un memorando de seguridad nacional para que su
gobierno analice cómo atacar la corrupción en el mundo, respaldando a
organizaciones como Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad.
López Obrador comentó en privado que era la mayor descalificación
que había hecho Estados Unidos sobre la política interna mexicana. Pero ni aun
así Ebrard pudo abrir un espacio para que se pudiera discutir este tema, si no
al nivel presidencial, sí en las reuniones de alto nivel. Los estadounidenses
no están en la disposición de escuchar lo que tenga que decir México en defensa
de los intereses del presidente. Sólo están abiertos a profundizar en aquellos
asuntos de interés prioritario para Biden que, en el caso de la visita de Harris a
México, según funcionarios de la Casa Blanca, se enfocan a los esfuerzos en
México y el Triángulo del Norte para frenar la inmigración.
Vaya “gran día” de esta “nueva era” en la relación
bilateral, que al final del día seguirá imponiendo Washington sus énfasis hasta
que se les ponga un alto, no con palabras estruendosas, sino con diplomacia
silenciosa.
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