Lo único que vence al presidente Andrés Manuel López Obrador
es el desprecio sostenido y creciente de la gente. Pero en el caso de Félix
Salgado Macedonio, que su candidatura haya sido tirada a la basura en principio
el viernes pasado, es una derrota directa para el Presidente, que durante más
de dos semanas tomó la defensa de su escogido para gobernar Guerrero,
menospreciando a las cinco mujeres que lo acusaron de abuso sexual y violación,
insultando a miles de mujeres que, respaldándolas, exigieron a López Obrador
rechazo a la violencia de género, y tratando de vincular una demanda histórica
y genuina, con sus obsesiones primitivas. Los machos perdieron, arrastrando la
tozudez presidencial. Pero no es algo definitivo. López Obrador no se ha dado
definitivamente por vencido, y ordenó al líder de Morena, Mario Delgado,
aclarar que sigue siendo su candidato, que las acusaciones son infundadas y que
habrá nuevas encuestas en Guerrero. Con letras de cinismo, aún se está
escribiendo el último párrafo de este bochornoso espectáculo presidencial.
López Obrador se ha ido hundiendo junto con Salgado
Macedonio, quien no ha rendido cuentas ante la ley, pero fue exonerado por
Morena. El blindaje del Presidente está abollado, por la voz de la gente que
repudió su persona. Los escuchó en Iguala la semana pasada, donde lo alcanzó
una protesta feminista exigiéndole romper el pacto patriarcal. Su respuesta fue
peor que quedarse callado. No sabía qué era el pacto patriarcal, pero su
ignorancia la envolvió en su tramposa narrativa para volver a despreciar a las
mujeres. Para él y su historia de misoginia, comprender la discriminación y la
violencia contra las mujeres está fuera de su ecuación.
El Presidente entiende las cosas diferente, con un
pensamiento fragmentado e inconexo. Hace un par de semanas, el fiscal general,
Alejandro Gertz Manero, le llevó a Palacio Nacional los casos de Alonso Ancira,
quien vendió a Pemex la planta de Agro Nitrogenados, y de Mario Marín, el
exgobernador de Puebla, acusado de tortura de la activista Lydia Cacho. López
Obrador le dijo que le bajara la pena a Ancira, pero que lo mantuviera en la
cárcel el resto del sexenio, para dar una señal a los empresarios de que no hay
intocables. Sobre el caso de Marín, ni siquiera quiso hablar de ello con Gertz
Manero, pero el trato sería totalmente distinto porque, argumentó, si no
aplicaban la mano dura contra el exgobernador, la señora Cacho no dejaría de
confrontarlo por el resto de su gobierno.
López Obrador le tiene miedo a las críticas de Cacho y que
las mujeres le reclamaran su laxitud con Marín, pero esa decisión pragmática no
lo fue con Salgado Macedonio, a quien respaldó hasta la ignominia. ¿Por qué no
aplicó la misma receta? La única explicación es que Marín no representa nada
electoralmente para defenderlo, y es desechable. Salgado Macedonio ha sido su
imposición en la candidatura para la gubernatura, y forma parte de su
estrategia electoral. No podía permitirse, porque todo lo ve bajo el prisma
electoral, que una rebelión en su granja encabezada por los hermanos Sandoval,
Irma Eréndira y Pablo, a quienes les tenía cariño por el respeto a su abuelo,
fuera más poderosa que sus deseos y necedades. Su análisis, como el de todas
las cosas, fue reduccionista.
El problema de Salgado Macedonio no era la lucha interna
meramente, aunque es cierto que fue Pablo Sandoval quien reclutó al abogado
Xavier Olea, exprocurador de Guerrero, para que recordara en una entrevista de
radio con un periodista cercano, que había denuncias contra el senador por
acoso sexual y violación. López Obrador congeló su pensamiento en ese estadio,
y todo lo que vino después, era consecuencia de lo mismo: el ataque al candidato
era un ataque a él. La victimización, que siempre le ha funcionado, por encima
de todas las cosas. Las mujeres estaban siendo manipuladas, era su convicción,
y formaban parte de la caricatura que siempre hace sobre el conservadurismo,
etiqueta que pone a todo lo que no se ajusta a su pensamiento. Su condición de
macho y su cultura misógina lo llevaron al barranco junto con su defendido.
Ese pensamiento cerrado de López Obrador, producto de su
formación cristiana y un entorno donde la mujer valía menos, sin haber
evolucionado con el paso de los años, es tan sólido, que es inverosímil que
después del movimiento feminista en el primer bimestre de 2020, que sólo la
pandemia detuvo en las calles, pero no en la protesta, su aprendizaje haya sido
nulo. Peor aún, tuvo regresiones, porque no pueden ser entendidos de otra
manera sus insultos y agravios a las mujeres que protestaban contra la
violencia de género, minimizando los abusos, las violaciones y la
discriminación, y convertirlas en enemigos ideológicos. Sigue sin entender que
la demanda histórica de las mujeres no corre por líneas político-ideológicas, y
que no comprender el fondo de la problemática, porque su cabeza sólo tiene
espacio para los temas político-electorales, lo único que genera es un ensanchamiento
de la protesta social que lo ahoga y desespera.
Lo que sucedió con Salgado Macedonio ya lo había vivido con
los padres de las niñas y niños a quienes les quitó el medicamento para el
cáncer, porque según su política, había que ser austeros. Si morían, parecía su
racional, la patria de la 4T era primero. Le pasó con las madres que le
recriminaron que cancelara las estancias infantiles. Le sucedió con los padres
de los normalistas de Ayotzinapa desaparecidos. La fuerza que lo derrotó en el
caso de Salgado Macedonio obedeció –algo que tampoco diagnosticó y previó– a
que la violencia y discriminación de las mujeres no afecta a un grupo
delimitado, sino cruza por completo a la sociedad, con un movimiento feminista
empoderado por la justa defensa de sus derechos, en un mundo que no es
decimonónico, como es el que habita López Obrador.
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