Junto a las farmacéuticas y a las tabacaleras, las empresas
petrolíferas se convirtieron a mediados del siglo XX en el gran villano del
capitalismo. Gigantescas multinacionales capaces de condicionar las políticas
de gobiernos enteros. Aquella imagen, un tropo en sí mismo de la ficción
contemporánea, ha entrado en declive. La transición hacia un urbanismo de
proximidad y hacia políticas energéticas verdes les augura una
decadencia similar a la de la industria del tabaco.
Pero
como aquella, allá donde hay una crisis hay una oportunidad.
Al viento. Lo contaba
The Guardian hace unos días: British Petroleum (BP), una de las
principales petroleras del mundo, ha adquirido los derechos de explotación de
una porción sustancial del Mar de Irlanda para instalar granjas eólicas marinas
(offshore). El precio a pagar: unos €1.100 millones. La beneficiaria será la
corona británica, propietaria nominal de los terrenos, aunque en la
práctica engrosará los presupuestos del Tesoro. Era la primera subasta de este
tipo en una década.
Y marca un antes y un después.
Magnitudes. Tiempo atrás, las palabras "BP" y
"derechos de explotación offshore" hubieran derivado
inevitablemente en exploraciones del subsuelo o en algún nuevo pozo
petrolífero. Ese tiempo se acabó. Tanto la petrolera británica como otras de
similar tamaño han puesto sus ojos en la industria eólica, rompiendo el mercado
en el camino. BP ha pagado por sus lotes marinos quince
veces más que otras empresas energéticas con anterioridad. Ventajas de
tener una fuente de ingresos casi infinita.
La cifra (900 millones de libras, al cambio) es mareante.
"Están locos", explica
aquí una fuente de la industria. "Todo el mundo opina lo mismo:
estos precios no tienen ningún sentido, y serán malos para la industria y la
factura de los consumidores en última instancia". De cumplir con sus
expectativas, BP instalaría la suficiente potencia como para abastecer a siete
millones de hogares. Antes de 2030 la compañía aspira a controlar 30GW de
producción eléctrica en el norte de Europa.
Otras vendrán. Digamos que las multinacionales del petróleo
le han visto las orejas al lobo. Quedan muchas décadas antes de que agotemos
todas las reservas, pero soplan vientos de cambio (perdón) en materia
energética. BP no está sola. Equinor, Total y Shell están
siguiendo su camino. Les une un temor generalizado a futuras restricciones
medioambientales en la Unión Europea (recordemos: la Comisión quiere eliminar
sus emisiones antes de 2050)
y la necesidad de reconvertirse antes de que sea tarde.
Coger sitio. 2020 es un punto de no retorno. El
desplome del precio del petróleo ha servido como
adelanto del futuro por venir. En última instancia, las petroleras no
son más que empresas energéticas, por lo que la transición es natural. Más
aún cuando su músculo financiero (un proyecto de €10.000
millones es su pan nuestro de cada día) les permite cooptar
un mercado en crecimiento, donde sus competidores aún no han crecido
lo suficiente como para ser inexpugnables. Si quieren entrar, debe ser ahora.
Se trata de coger sitio. Un cántico reverbera ya dentro de
la industria: "Oil
is dead".
El rey ha muerto. ¡Viva el rey! En la carrera por la energía
(renovable) del futuro Europa parece haber apostado por el viento. Lo vimos
hace poco a cuenta
de Dinamarca, interesada en crear una isla artificial para explotar los
vientos marítimos. En 2017 el viento representaba apenas el 11% de la energía
europea (PDF),
un porcentaje que se ha multiplicado desde entonces; a razón de casi
€50.000 millones de inversión anuales.
Sólo en 2020 el continente añadió 2,9GW de
potencia instalada offshore (356 aerogeneradores esparcidos en
nueve granjas marinas distintas), para un total de 25GW. Apenas una fracción de
los nuevos proyectos aprobados para su construcción inmediata (7GW, €26.000
millones de inversión). Magnitudes a las que el petróleo no quiere perder de
vista.
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