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martes, 16 de febrero de 2021

La industria del petróleo sabe que tiene los días contados.

 

 



Junto a las farmacéuticas y a las tabacaleras, las empresas petrolíferas se convirtieron a mediados del siglo XX en el gran villano del capitalismo. Gigantescas multinacionales capaces de condicionar las políticas de gobiernos enteros. Aquella imagen, un tropo en sí mismo de la ficción contemporánea, ha entrado en declive. La transición hacia un urbanismo de proximidad y hacia políticas energéticas verdes les augura una decadencia similar a la de la industria del tabaco.

Pero como aquella, allá donde hay una crisis hay una oportunidad.

Al viento. Lo contaba The Guardian hace unos días: British Petroleum (BP), una de las principales petroleras del mundo, ha adquirido los derechos de explotación de una porción sustancial del Mar de Irlanda para instalar granjas eólicas marinas (offshore). El precio a pagar: unos €1.100 millones. La beneficiaria será la corona británica, propietaria nominal de los terrenos, aunque en la práctica engrosará los presupuestos del Tesoro. Era la primera subasta de este tipo en una década.

Y marca un antes y un después.

Magnitudes. Tiempo atrás, las palabras "BP" y "derechos de explotación offshore" hubieran derivado inevitablemente en exploraciones del subsuelo o en algún nuevo pozo petrolífero. Ese tiempo se acabó. Tanto la petrolera británica como otras de similar tamaño han puesto sus ojos en la industria eólica, rompiendo el mercado en el camino. BP ha pagado por sus lotes marinos quince veces más que otras empresas energéticas con anterioridad. Ventajas de tener una fuente de ingresos casi infinita.

La cifra (900 millones de libras, al cambio) es mareante. "Están locos", explica aquí una fuente de la industria. "Todo el mundo opina lo mismo: estos precios no tienen ningún sentido, y serán malos para la industria y la factura de los consumidores en última instancia". De cumplir con sus expectativas, BP instalaría la suficiente potencia como para abastecer a siete millones de hogares. Antes de 2030 la compañía aspira a controlar 30GW de producción eléctrica en el norte de Europa.

Otras vendrán. Digamos que las multinacionales del petróleo le han visto las orejas al lobo. Quedan muchas décadas antes de que agotemos todas las reservas, pero soplan vientos de cambio (perdón) en materia energética. BP no está sola. Equinor, Total y Shell están siguiendo su camino. Les une un temor generalizado a futuras restricciones medioambientales en la Unión Europea (recordemos: la Comisión quiere eliminar sus emisiones antes de 2050) y la necesidad de reconvertirse antes de que sea tarde.

Coger sitio. 2020 es un punto de no retorno. El desplome del precio del petróleo ha servido como adelanto del futuro por venir. En última instancia, las petroleras no son más que empresas energéticas, por lo que la transición es natural. Más aún cuando su músculo financiero (un proyecto de €10.000 millones es su pan nuestro de cada día) les permite cooptar un mercado en crecimiento, donde sus competidores aún no han crecido lo suficiente como para ser inexpugnables. Si quieren entrar, debe ser ahora.

Se trata de coger sitio. Un cántico reverbera ya dentro de la industria: "Oil is dead".

El rey ha muerto. ¡Viva el rey! En la carrera por la energía (renovable) del futuro Europa parece haber apostado por el viento. Lo vimos hace poco a cuenta de Dinamarca, interesada en crear una isla artificial para explotar los vientos marítimos. En 2017 el viento representaba apenas el 11% de la energía europea (PDF), un porcentaje que se ha multiplicado desde entonces; a razón de casi €50.000 millones de inversión anuales.

Sólo en 2020 el continente añadió 2,9GW de potencia instalada offshore (356 aerogeneradores esparcidos en nueve granjas marinas distintas), para un total de 25GW. Apenas una fracción de los nuevos proyectos aprobados para su construcción inmediata (7GW, €26.000 millones de inversión). Magnitudes a las que el petróleo no quiere perder de vista.

 

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