Las epidemias se pueden parar cuando hay alguien que, en lugar de complacer a los gobernantes, tiene la valentía de enfrentarse a ellos
Antonin Artaud relata en un artículo
de 1933 un hecho histórico sorprendente. En 1720, un navío que había zarpado
de Beirut solicitó permiso para desembarcar en la pequeña ciudad
de Cagliari, en Cerdeña. La llegada coincidió con un sueño que veinte días
antes había tenido el virrey de aquel lugar.
El virrey había soñado que contraía la peste y que la ciudad entera quedaba
arrasada, destrozada por la enfermedad. Ordenó, bajo amenaza de hundirlo a
cañonazos, que el barco aquel virara inmediatamente y se alejara a toda vela de
la ciudad. Esta determinación levantó el repudio del pueblo. La juzgaron
imbécil, absurda y despótica.
El capitán del “GrandSaintAntoine”, sin
embargo, debió obedecer. Continuó la ruta y en Marsella le autorizaron el
desembarco. La tripulación se dispersó. Escribió Artaud que el barco “no llevó
la peste a la Marsella. Ya estaba allí. Y en un periodo particular de
recrudecimiento, aunque se había logrado localizar sus focos.
“La peste que había llevado el
GrandSaintAntoine —agrega el poeta y dramatugo— era la peste de Oriente, el
virus original, y con la llegada de este virus y su difusión por la ciudad se
inicia la fase particularmente atroz y generalizada de esta epidemia”: la gran
peste de Marsella.
Hoy me entero, gracias al extraordinario
reportaje de la BBC publicado hace unos días —la autora es Zaria Gorvett—, que
Cerdeña, en realidad, le estaba devolviendo a Marsella la cortesía de haberle
enviado siglo y medio antes a un marinero infectado con la peste.
En 1582 ese marinero desembarcó en el
puerto de Alghero, al noroeste de Cerdeña. En pocos días se desató la
catástrofe. Los habitantes del puerto comenzaron a presentar los síntomas
descritos en Florencia durante el año siniestro de 1348, en el que la peste
negra arrasó con la humanidad: la aparición de “ciertas hinchazones” en las
ingles y en las axilas, que podían crecer hasta alcanzar el tamaño de una
manzana, y a las que el pueblo llamaba bubas o bubones.
Dichas bubas se extendían rápidamente,
acompañadas por manchas negras o lívidas que aparecían en los brazos, los
muslos, la cara. Una crónica estima que en Alghero quedaron solo 150 personas
con vida (había más de 6 mil habitantes). Nunca sabremos la verdad. Otros
historiadores afirman que pereció el 60 por ciento de la población.
Aquella peste era tan letal que, en el
brote de 1348, en el que todo comenzó, murieron 50 millones de europeos. Zaria
Gorvett recuerda que Petrarca no creía que los hombres del futuro pudiéramos
comprender el horror que había sido aquello, y por eso escribió:
“Oh, feliz posteridad, que no experimentará
un dolor tan abismal y verá nuestro testimonio como una fábula”.
Casi dos mil años antes, en otra peste,
Pericles, el célebre orador ateniense, había sentido lo mismo al perder a sus
dos hijos mayores, a su hermana, y a su amante, la bella Elpinice; y al ver
expirar en unos días a sus amigos más cercanos (Plutarco cuenta, por cierto,
que a al morir Pericles víctima de la peste, sus caballos dejaron de comer y se
entregaron al llanto: un eco más de aquel desastre).
En 2020-21 el dolor de Petrarca se ha
vuelto crudamente comprensible.
En Alghero, la epidemia llevada por el
marino cesó abruptamente unos meses más tarde y los pueblos de los alrededores
lograron salvarse. “Se cree que todo esto se debe a un solo hombre”, escribe
Gorvett.
Según el historiador Ole Benedictow, autor
de un libro clásico: “La peste negra (1346-1353): la historia completa”, la
epidemia se detuvo gracias a que acababa de llegar a Alghero un médico
procedente de Sicilia: Quinto Tiberio Angelerio.
“Su primer instinto –escribe Gorvett— fue
pedir permiso para poner en cuarentena a los pacientes”.
Intentó, también, poner un cerco sanitario alrededor de la ciudad. Los
gobernantes no le hicieron caso: las medidas eran “extremadamente impopulares”,
e incluso la gente trató de lincharlo. Pero la muerte avanzó. Le dejaron
entonces el combate de la epidemia y él impuso entonces una serie de reglas.
Del delicioso reportaje de Gorvett transcribo algunas:
Aconsejó a los ciudadanos que se confinaran
en sus casas y no se movieran de una casa a otra. Prohibió las reuniones, los
bailes, las diversiones públicas, y ordenó que solo una persona por familia
saliera a hacer las compras más indispensables.
Instauró “la regla de los seis pies”, que
estipulaba que quienes salieran a la calle llevaran un bastón de seis pies de
largo (dos metros) y estableció que era obligatorio que la gente mantuviera esa
distancia entre sí.
Recomendó que las personas de escasos
recursos fueron atendidas de forma gratuita y pidió que se asegurara la alimentación
de los hijos huérfanos.
Gorvett lo llama “un experto en
distanciamiento social”. La epidemia terminó a pesar de la gente que
saltaba las azoteas para ir a beber con sus vecinos y Quinto Tiberio Angelerio
escribió un folleto que contenía las reglas que habían logrado detener el mal.
Casi un siglo más tarde la peste volvió, y
lo primero que se hizo fue desempolvar el folleto de Angelerio: “un adelantado
de su tiempo.”
La historia demuestra que las epidemias se
pueden parar cuando hay alguien que, en lugar de complacer a los gobernantes,
tiene la valentía de enfrentarse a ellos, a pesar de la impopularidad y el
riesgo de linchamiento. Cuando alguien que entiende lo que hay que hacer, y
sencillamente lo hace.
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