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viernes, 11 de mayo de 2018
2 de julio
No es la primera vez, es cierto. Pero hoy los candidatos presidenciales y sus “voceros” han logrado, a 56 días de los comicios, una crispación social que con toda seguridad no desaparecerá el 2 de julio, sea cual fuere el resultado electoral.
La receta es sencilla y conocida: las descalificaciones, los insultos, las persecuciones mediáticas, la ira, las amenazas, el miedo, la desvergüenza, la intolerancia, la soberbia…
También maniquea: nosotros los pobres, ustedes los ricos; ustedes los corruptos, nosotros lo puros; nosotros los justos, ustedes los impunes; ustedes empresarios, nosotros trabajadores; nosotros los buenos, ustedes los malos…
No ha habido candidato presidencial ni sus “voceros”, que ahora son muchos, que hayan escapado a alguna de
esas fórmulas.
Recurrir a ellas es más fácil, más sencillo y más efectivo electoralmente (les dicen sus asesores mercadólogos, sí de mercado) que presentan argumentos, planes, proyectos ya no se diga de país, sino siquiera de gobierno.
Juegan para la tribuna. Y la tribuna responde, ruge, deseosa de venganza en su mayoría, y de la obtención de cargos públicos, contratos o beneficios, los demás. Ya se sabe, en este país, que vivir fuera del presupuesto es vivir en el error.
Todo eso, pero, principalmente el triunfalismo, por un lado, y el miedo, por el otro, han sido tierra fértil para los encontronazos, por ahora sólo en declaraciones, en amenazas y en las llamadas redes sociales, aunque ya reaparecieron para beneplácito de muchos los presuntos miembros del magisterio guerrerense.
Al discurso del miedo (también aquí hay fuego amigo, como se dice, y si no sólo hay que recordar las afirmaciones de Paco Ignacio Taibo II) se ha respondido con el discurso de la descalificación, la amenaza y el odio.
Algo así como el resurgimiento del espíritu de Chipinque, aquella reunión de empresarios regiomontanos después del asesinato de Eugenio Garza Sada, a los que el entonces (mediados de los años setenta del siglo pasado) presidente Luis Echeverría llamó “encapuchados”, como a los ahora definidos como “rapaces”.
Esa vocación tan mexicana de echar manos a los fierros como queriendo pelear… y todavía faltan 56 días para
las elecciones.
En esta columna nunca se han hecho ni se harán pronósticos electorales. Ni se atiende a las tendencias de las encuestas, hoy convertidas en propaganda. Los resultados, los reales, del proceso electoral se conocerán después de que los ciudadanos ejerzan su derecho al voto. Y nada más.
Pero sí se pueden hacer previsiones. Y el 2 de julio en el país, sus habitantes podrán tener nuevos problemas, más que soluciones, sea cual sea el resultado electoral.
Si gana quien asegura que “este arroz ya se coció”, los mexicanos deberán tomar las providencias necesarias para regresar al pasado.
El modelo económico que persigue ya demostró ser su desastre y, además, requiere de un sistema político que proteja el absolutismo presidencial.
Si gana cualquier otro candidato, entonces los mexicanos deberán preparase para semanas, meses, quizás años de protestas, tomas de calles, edificios, carreteras… es decir, el aumento de la intranquilidad al menos.
No será fácil para todos los mexicanos; ni para los ganadores ni para los perdedores.
Los caminos del rencor, del resentimiento, sólo conducen al enfrentamiento y a la discordia.
Y contra lo que pueda creer, ojalá y en los 56 días que faltan para acudir a las urnas los involucrados y responsables de esta crispación social siembren y abonen concordia para que, además de que gane quien tenga los votos de la mayoría de los mexicanos, el 2 de julio sea diferente a lo que se barrunta.
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