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martes, 25 de abril de 2017
ME GUSTARÍA CASARME CON UNA JAPONESA
Por Luis A. Chávez
¿Por qué me gustaría casarme con una japonesa?, fácil: porque son dóciles y casi siempre andan con la cabeza baja. Al llegar a mi casa (a la que le hubiera cambiado las puertas deslizantes por puertas normales) mi mujer, que se llamaría Tuchiko, me agarraría el sable (que es una espada larga que se lleva a la espalda), me quitaría mis sandalias de pata de gallo y le preguntaría qué hizo de cenar. Ella, obediente y sin alzar la voz, respondería: “tamales de chipile, señor, con carne de puerco” (porque eso de andar comiendo arroz, pescados y verduras, uf). Antes de cenar, mi mujer japonesa me quitaría el kimono, o como se llame, y llenaría la tina de madera para bañarme con agua calientita no sin antes darme un masaje, y ya listo, oliendo a hierbas aromáticas, sales y aceites de baño, mi sumisa mujer me vestiría de nuevo y nos dispondríamos a cenar (también en una mesa normal, nada de andar sentándonos en el suelo frío a riesgo de que le entre a uno un aire cruzado) y, sin palitos para comer porque esas son tonteras al cabo que yo soy el hombre de la casa ¡y allí se come con tenedor y cuchillo!, luego de cenar nos dispondríamos a ver la tele y cuando yo lo dijera, nos iríamos a dormir, en una cama normal.
Mi mujer, antes de que yo me levantara, ya tendría hechos unos huevitos en salsa chipotle y mi chocomil (nada de té y esas cosas) y en un rincón, siempre pendiente de su señor, estaría echando tortillas a mano para que cuando yo entrara a la sala ella se levantaría rapidísima y me serviría el desayuno.
Al término del desayuno mi mujer japonesa, Tuchiko, se pondría a lavar los trastes, fregar el piso, lavar la ropa y preparar la comida mientras mis amigos, chiflándome desde afuera, me urgirían a salir a dar la vuelta y yo le dijera a mi mujer ahorita vengo y ella, atenta y servicial, me diría: “que te vaya bien, señor mío”.
Regresaría a mi hogar cuando yo lo decidiera, en la tarde tal vez, porque soy el hombre de la casa y mi mujer me volvería a agarrar el sable (la espada a mi espalda), quitarme el kimono o como se llame, las sandalias de pata de gallo y prepararme el baño en la tina de madera.
Todo esto lo pienso, lo pienso mucho en el mercado de Juchitán donde mi esposa, Plácida Toledo, me grita: ¡Y tú qué carajo espera, Chave, pa’ cargá esos bultos de totopo papá!; ¡apúrate cabrón, muévete como anoche anda!...
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