A México le cuesta, al menos 100,000 millones de dólares al año la corrupción. Sin embargo, a este mal se le ve como aceite de la maquinaria económica, engrane del sistema de justicia y factor para que las cosas funcionen. Por eso, no se le combate.
¿Qué contestaría si le dijera que México es el país más corrupto del mundo? ¿Le sonaría exagerado o peligrosamente cierto? ¿Lógico o exagerado?
De acuerdo al Índice de Percepción sobre Corrupción que realiza Transparencia Internacional, nuestro país se encuentra en el lugar 105 entre 176 naciones. En el espejo de la corrupción nos vemos igual que Kosovo, Mali, Filipinas y Albania. Del comparativo con los países miembros de la OCDE mejor no hablamos; en la tradición nacional, que existan 71 países peor evaluados es mediana conquista.
El enorme problema es que a pesar de la generosidad del ranking, ser el país más corrupto del mundo no nos suena difícil, pues estamos acostumbrados al argumento. Solemos percibir a la corrupción como un mal endémico, tan nuestro como la sangre mestiza y tan arraigado como el consumo de maíz. Por tanto, tan endémico como inmutable; una realidad tan cierta que cuestionarla, confrontarla, resulta inútil.
A esta percepción se suma el valor positivo de la corrupción como aceite de la maquinaria económica, engrane del sistema de justicia y factor para que las cosas funcionen. La sanción social a las prácticas de corrupción es inexistente. Por el contrario, se alientan y encomian: el que da una “mordida” o consigue un contrato a través de prebendas, es hábil, tiene “colmillo”, sabe su negocio.
Por eso es que dentro del inmenso catálogo de problemas nacionales, la corrupción no pinta. Es tan inherente al paisaje que atacarla parece ocioso. Sólo así se entiende que la Comisión Nacional Anticorrupción siga en el tintero, y el titular de la Secretaría de la Función Pública sea un encargado del despacho.
Por décadas hemos atribuido el bajo crecimiento económico –no sin razón– a la ausencia de reformas económicas como las que a nivel constitucional, se aprobaron en 2013. Sin embargo, una vez aprobada la legislación secundaria de cada reforma, saldrá a flote el enorme dique que para la inversión privada representa la corrupción. Corrupción traducida en falta de seguridad jurídica, en el encarecimiento de cada trámite o contrato, en los costos de producción y en la rentabilidad de las empresas. Si tomamos en cuenta las estimaciones del Banco Mundial, la corrupción le cuesta a México 9% del PIB cada año, es decir, dos puntos más que la fortuna de Carlos Slim. Si preferimos las estimaciones del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, la cifra alcanza el 20% del PIB, en otras palabras, la quinta parte de lo que producimos se diluye, filtra y trasmina en corruptelas.
Si queremos crecer más rápido y atraer capitales con la intensidad pretendida, visibilizar y priorizar el problema de la corrupción parece indispensable. En este sentido, hay tres grandes aristas para abordar el problema: el institucional, el de combate a la impunidad y el no menos importante factor cultural.
1. Institucional: Tenemos reglas que incentivan la corrupción en todos los niveles de gobierno. El ejercicio práctico de la transparencia –materializado en solicitudes de información– es cuestión de enterados y la mayor proporción del dinero público se ejerce con absoluta discrecionalidad. En ese sentido, la Comisión Nacional Anticorrupción no es solución, pero sí mecanismo. Mantenerla en el limbo es la mejor forma de ignorar el problema.
2. Combate a la impunidad: La corrupción en México no tiene consecuencias. Superado el escándalo mediático, se solventa toda preocupación jurídica. Véase el reciente e ilustrativo caso del ex Gobernador de Aguascalientes: se le acusa por peculado de 26 mdp y paga una fianza de 30 mdp. Mal negocio para la justicia.
3. Factor cultural: Mientras sigamos pensando que la corrupción es un arte, un colectivo ejercicio sincronizado, y característica crónico–degenerativa que nos distingue en el mundo, tendremos poco que hacer frente a un problema que nos cuesta al menos, 100,000 mdd al año.
En las narraciones de Scott Fitzgerald –afecto a poner a sus personajes en la cruel disyuntiva de lo que quieren, frente a lo que necesitan– cada dilema ético se resuelve volviendo al origen, a principios elementales, escuchando la voz de la consciencia previa al salvaje contacto con el mundo y el dinero. En el escenario que enfrentamos, tal solución suena imposible o al menos ingenua. No hay “renovación moral” sin reglas claras ni instituciones fuertes que la soporten; la última que intentamos en los años ochenta fue eslogan y no política pública. No sé si queramos combatir la corrupción, lo cierto es que lo necesitamos.
Para lograrlo, habrá que hacerle frente cuando el discurso termine y el templete se desmonte. Dejar de alentarla en la formación y aplaudirla de facto cuando socialmente obviamos condenarla. Su mano invisible mueve cada uno nuestros mercados, cosa que sólo habremos de reconocer cuando acabada la tarea reformista, algo siga fallando.
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