La foto lo muestra con una sonrisa triste. Emilio Chuayffet no abandonó el cargo de secretario de Educación Pública por voluntad propia; fue otra pieza de recambio en los juegos del poder. Cierto, su salud había mermado en los últimos meses, estuvo ausente de la oficina por varias semanas, mas regresó con brío para acompañar al presidente Enrique Peña Nieto a abrir el inicio de cursos en Guerrero.
Quizás dentro del gabinete presidencial, Emilio Chuayffet era quien mejor encajaba con las máximas de Max Weber, en “La política como vocación”. No sólo en la Secretaría de Educación Pública, sino en todos sus cargos anteriores mostró aspiraciones de trascender, ponía pensamiento y horas —bastantes cada día— a las tareas que emprendía. Tal vez él quisiera identificarse como un hombre de Estado, porque siempre pretendió mantener o ampliar el poder de las instituciones en las que sirvió.
Chuayffet es un hombre de partido, fiel a la ideología del nacionalismo revolucionario, primero; luego aceptó las premisas del liberalismo social en los tiempos de Carlos Salinas de Gortari y se adaptó a las consignas que emergieron de la casa presidencial cuando hospeda a un cuadro emanado del Partido Revolucionario Institucional, como Enrique Peña Nieto.
Por cuestiones profesionales, seguí de cerca el desempeño de Emilio Chuayffet en la SEP. Tan pronto como tomó posesión del cargo, empuñó la encomienda de la Reforma Educativa como si fuera una misión de la que dependiera el futuro de la nación. Sus primeras piezas discursivas lo mostraban apasionado. “El Estado perdió el control de la educación”, afirmó. “La SEP es un archipiélago”, dijo. Y retomó el mensaje presidencial como una orden suprema: “Recuperar la rectoría de la educación”.
En casi 32 meses, la reforma que diseñaron los autores del Pacto por México no tuvo reposo. Emilio Chuayffet tomó con pasión la tarea. Si bien la autoría de las reformas al artículo tercero de la Constitución fue colectiva y tanto el Partido Acción Nacional como el Partido de la Revolución Democrática aportaron ideas, el secretario de Educación Pública condujo la redacción de los primeros borradores de las leyes secundarias. No es que me gustaran las porciones punitivas del proyecto de la Ley General del Servicio Profesional Docente, pero sí mostraron el empeño que el secretario puso en conseguir las metas que le encargó el Presidente.
Las cosas iban bien. El gobierno puso en la cárcel a Elba Esther Gordillo y desarmó la oposición a las reformas que ella quería encabezar como una “guerrera”. Lo que abrió el camino a que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación empuñara las banderas en contra de las reformas. Con argucias y constancia, los disidentes lograron sembrar dudas en el magisterio acerca de la Reforma Educativa.
Vinieron los errores de septiembre de 2013. Justo después de que el gobierno, el Presidente y el secretario de Educación Pública en primerísimo lugar, festejaban la entrada en vigor de las nuevas leyes y las enmiendas a la Ley General de Educación, el subsecretario Luis Miranda, de la Secretaría de Gobernación culminó las negociaciones con los disidentes.
Además de conceder prebendas por encima de la ley a los maestros de la Sección 22, de Oaxaca, esas negociaciones rebajaron la tarea del secretario de Educación Pública. El Presidente, por más que dijera que no habría paso atrás en la reforma, no apoyaba las apuestas radicales de Chuayffet. Confiaba más en las viejas tácticas priistas de calmar a los opositores con dinero público, y canonjías a los dirigentes, en lugar de bregar por el imperio de la ley.
Había pugnas interburocráticas y el Presidente se inclinó por la Segob. Quién sabe si en privado reconvino al secretario Osorio Chong por asegurar que la Reforma Educativa tenía lagunas. Claro, él lo hizo para justificar la intervención de la Segob, pero depreció la figura política de Chuayffet y del gobierno mismo.
No hago una apología de Chuayffet. En más de 50 artículos en Excélsior y en piezas académicas critiqué lo que consideraba errores, falta de visión o desmesuras. Pero reconozco que tuvo aciertos —cumplió buena parte de las encomiendas— y dice adiós a la SEP justo en el momento en que llega el tiempo de la cosecha. La diosa fortuna, diría Maquiavelo, le jugó una mala pasada.
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