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martes, 5 de mayo de 2015

Lo que sigue

Hemos conocido el terror de las fosas comunes, las detenciones arbitrarias, la brutalidad de los cárteles...

Por Víctor Beltri
Que nunca llegue el rumor de la discordia…


Muchas cosas han pasado desde que, a finales de 2006, se declaró la guerra en contra del narcotráfico. Hemos conocido el terror de las fosas comunes, las detenciones arbitrarias, la brutalidad de los cárteles. Historias espeluznantes que nos han quitado la inocencia y han marcado a una generación entera.

La semana pasada tuvimos el ejemplo más reciente, con los acontecimientos en Guadalajara y otras ciudades, en una jornada en la que pudimos atisbar el abismo. La exhibición de fuerza de los grupos delincuenciales no amerita sino una respuesta contundente, pero que debemos tener cuidado en cómo es concebida: la promesa de que caerá todo el peso de la ley sobre los responsables es justa, pero hace temer que se ciernan tiempos aciagos sobre la población.

Los delincuentes han demostrado que tienen los recursos, la preparación y, sobre todo, que no dudarán en utilizar a su favor el miedo de la ciudadanía para conseguir sus fines. El desafío al Estado es frontal, y la situación actual es la más grave que hemos enfrentado, en términos de seguridad, en décadas. Estamos en guerra, es cierto, pero también lo es que no seremos capaces de ganarla si no sabemos lo que significa la victoria. ¿Cuál es el objetivo de la lucha contra las drogas? ¿Disminuir el consumo, erradicar la violencia, encarcelar a los criminales? ¿Hacia dónde nos lleva cada operativo?

La estrategia actual recuerda más un juego infantil de policías y ladrones que una política de Estado consistente y con objetivos concretos. Por eso, los comunicados oficiales se centran en las cifras, que en sus variaciones reflejarían la eficiencia de las autoridades. El problema es que nadie ha definido el ‘para qué’ de esa supuesta eficiencia: de poco nos sirve saber que las detenciones aumentaron, si eso no se refleja en la consecución de un fin específico como, por ejemplo, el incremento en el precio del producto y la reducción del consumo. Pero las cifras van y vienen, los fallecidos se acumulan y no disminuye ni la violencia ni se disminuyen las tasas de adicciones. ¿Para qué estamos haciendo las cosas?

Es claro que no podemos seguir así. No tiene sentido seguir por un camino que en realidad no lleva a ningún lado: la respuesta del Estado mexicano a los acontecimientos que llenaron de estupor y angustia a los tapatíos debe tener como objetivo primordial la protección de la ciudadanía, a toda costa. Es preciso asegurarse, desde un principio, que Guadalajara no se convertirá en un campo de batalla bajo ninguna circunstancia.

Es momento de buscar nuevas soluciones, antes que abrir un capítulo nuevo de sangre y destrucción en la ciudad más representativa de nuestro país. Soluciones que quiten poder a la delincuencia al cerrarle los puntos de entrada a la política; soluciones que ataquen las finanzas, que rompan las cadenas de valor, que resten apoyo ciudadano a quienes hoy gozan de completa impunidad. El mero uso de mano dura sólo generará más violencia.

Es momento, también, de que México asuma el liderazgo en una materia que le compete como ninguna. El baño de sangre sin solución a futuro, y las condiciones geopolíticas de nuestra nación, hacen menester que se promueva e intensifique el diálogo internacional sobre un problema que a todos ha rebasado. Eso, el cambio de paradigma que llevara a la regulación, antes que a la prohibición, sí sería un objetivo específico, mesurable, obtenible, relevante y para el que podría establecerse una agenda detallada, que se sirva de la Cancillería como el instrumento natural para lograrlo. Hay que ser extremadamente cautelosos al definir qué es lo que sigue para una ciudad que sin duda es el principio: de lo que se haga ahora dependerá que lo sea de la solución o de una etapa mucho más oscura. Salvemos Guadalajara.

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