Participación especial para Mexiquense del Maestro Fernando Cantor
Comprar. Bendita redención. La semana agotó mi ánimo
desde el martes, una nueva desavenencia se presentó, los intereses del alumno
no son el aprendizaje, sino la mercancía que está comprando, una calificación
que le guste. Los directivos, que no desisten de ser las marionetas del
capitalista, buscan la satisfacción del cliente, yo como profesor, podría
decirse que quedo en medio, pero estaría siendo condescendiente conmigo mismo,
en medio es un buen lugar, en realidad estoy abajo, sirvo de suelo al alumnado,
a directivos, a los padres de familia que han pagado para colocar a sus cretinos
vástagos en ese escalafón. De ese infausto día que contaminó el resto de la
semana quedará muy poco una vez que haya terminado las compras y me encuentre
en mi departamento, disfrutando semidesnudo de las cervezas y la chatarra
recién adquirida, viendo televisión de superficial contenido. Sé lo tonto que
suena, que no es algo que pueda presumirse o me enorgullezca, pero a tal grado
ha llegado mi cansancio y fastidio que es lo más que puedo hacer, ya he
aprendido a que funcione para mí. Hallé un lenitivo para continuar. Con qué tierna
reprobación veo al joven universitario idealista, que bebía con el dinero de
sus padres hasta la madrugada, mientras discutía y condenaba un sistema, el
cual, estaba seguro podría derribar. Hoy queda poco de ese idealista, sólo veía
al monstruo desde la costa; cuando tuve que embarcarme, la distancia desveló al
monstruo, no era lo que pensaba, resultó más grande, el océano en que bogo es
la misma bestia.
Conducir
el carrito por los pasillos, sempiternamente lustrados, flanqueado de las
estanterías colmadas de coloridas mercancías, resulta agradable a mi decaído espíritu
con la voz de Sara Vaughan. Debo estar agradecido porque la música ahora es
portable, cabe en mi bolsillo y sube a través de un cable de caucho blanco
hasta las pequeñas bocinas cubiertas de una almohadilla. Día de compras. Es un
ritual dadivoso para un hombre mediocre que se siente infravalorado. Empujar un
carrito y llenarlo con artículos que pasarán a ser míos, ese jamón, ese pan de
centeno con doble envoltura, el yogurt griego, que sabe tan bien con miel de
abeja. El jabón neutro de tocador, las especias, para que el acto de cocinar no
sea trivial y mecánico; el uso de estas minúsculas y desecadas briznas, con su
aroma y sabor son capaces de romper la pesada rutina que surge del trabajo y
traspasa otros ámbitos, son capaces de restaurar el alma degradada del
jornalero de tiempos modernos. Entrar por el pasillo de las pastas y granos,
tomar los espaguetis y el arroz, que una vez hervido, hace aparecer una
blancura, imperceptible cuando está crudo y que se resguardaba en una coraza.
Por imágenes como estas uno sonríe y piensa que valió la pena la semana de
trabajo. La sección de los vinos y licores, coger una botella de vino tinto con
la intención de amenizar las lecturas nocturnales, un paquete grande de
cervezas para quitarse el mal sabor de boca, esa impureza que se acumula y
espesa, cual azogue, con el paso de las horas laborales, mas puede ser disuelto
con la iteración de sorbos del afable néctar de cebada. Bebidas más fuertes es
mejor comprarlas en las licorerías, otra isla de salvación para un profesor que
debe aprender de una vez por todas, que es más valioso un capricho adolescente,
que cualquier formación académica con posgrado y estancias en el extranjero. El
culmen de todo este drama está al extremo del pasillo: la caja registradora que
concretará la compra-venta, así se permutará frustración, encono, decepción por
redención. La tarjeta plástica bancaria que deslizo por la terminal, simboliza
la transustanciación, es una nueva forma de eucaristía. Fascinante que sea una
transacción monetaria la causa de mi desánimo y otra transacción la solución a
mi problema. Comprar. Bendita redención.
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