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lunes, 31 de octubre de 2022

Negociar con criminales: el espejo colombiano

La propuesta de dialogar con grupos criminales se inscribe en un contexto de simpatía gubernamental hacia grandes bandas de asesinos.

 


Pablo Hiriart

 

El diálogo con grupos armados es un tema profundo, extremadamente delicado, en el que las ocurrencias llevan a obsequiarles territorio y tiempo para acrecentar su arsenal y su poder.

Hay que ver a Colombia, es un gran espejo.

En México, un funcionario federal propuso abiertamente negociar con los grandes grupos criminales del país. Con qué fin lo dijo y quién se lo pidió, es una incógnita.

Las relaciones gobierno-narcos y Morena-narcos ya existen, sólo desconocemos a qué nivel se encuentran establecidas.

Documentados están los contactos de funcionarios con grupos criminales de, al menos, Michoacán y Tamaulipas.

Documentada está la participación del Cártel de Sinaloa en las pasadas elecciones federales, en que operó en favor de los candidatos de Morena, el partido gobernante.

La propuesta de dialogar con grupos criminales se inscribe en un contexto de simpatía gubernamental hacia grandes bandas de asesinos.

En Colombia, a partir de una ocurrencia en los años 90, el presidente Andrés Pastrana negoció con las FARC y les entregó territorio del tamaño de un país de Europa central, a cambio de nada.

Fue el presidente Santos quien tomó en serio el tema de la pacificación y sentó a la mesa a las FARC, una guerrilla marxista leninista que vivía del secuestro y el narcotráfico.

Ahí está la delgada línea que exige seriedad y profesionalismo.

Primero, como ministro de Defensa, Juan Manuel Santos arrinconó a las FARC, las redujo militarmente, y a partir de una posición de fuerza el Estado colombiano negoció con la guerrilla.

Gracias al componente ideológico, o cierta intencionalidad política que había en las FARC, fue posible que depusieran las armas y entraran a la lucha política en el terreno de la democracia.

Una parte de esa guerrilla optó por regresar al monte, las llamadas “disidencias de las FARC”, porque lo suyo es el narcotráfico, el secuestro y la extorsión, nada más.

No se acogieron a los acuerdos alcanzados con su organización, que fue tratada como grupo político, y actualmente tienen tres mil personas armadas. Son enemigos de la sociedad colombiana, punto.

Ahora el gobierno del presidente Gustavo Petro ha lanzado la iniciativa de “paz total”. Es decir, negociar con todos para que dejen las armas.

Es un error y una irresponsabilidad, aunque el tema es profundo y no admite ser juzgado desde la óptica de blancos y negros.

Se espera que esta semana inicien los contactos formales, en La Habana, entre representantes del gobierno de Petro y el Ejército de Liberación Nacional, el ELN.

Los elenos son narcotraficantes. Esa guerrilla no se define como marxista, pero dice creer en la lucha de clases como el motor de la historia.

Tiene alrededor de cinco mil integrantes, entre combatientes y redes de milicianos (logística, guías, atención a heridos), de los cuales unos mil están en Venezuela.

Dentro de Colombia tiene presencia en 120 municipios (hay mil 200 en todo el país), en los que ejercen como un Estado alterno: cobran impuestos, administran la justicia, se encargan de la seguridad. Todo de manera ilegal, desde luego, porque hay ausencia de Estado.

La dirigencia nacional del ELN se mudó a Venezuela, donde goza de protección oficial, sociedad con funcionarios y mandos militares de ese país y fincas donde reciben la droga de sus compañeros desde Colombia, ya procesada, y ahí los gerentes de los cárteles mexicanos la sacan por pistas de despegue y aterrizaje hacia nuestro país.

Quienes apoyan la negociación gobierno-ELN sostienen que si Petro logra desmovilizar a 60 por ciento de los elenos, que aún tienen vestigios de motivaciones ideológicas, será un avance.

El otro gran grupo criminal colombiano es el Clan del Golfo, que se hace llamar Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), que tiene origen en los paramilitares y consta de unos cuatro mil hombres armados.

Su líder histórico (alias Otoniel) fue detenido este año y extraditado a Estados Unidos; inició su carrera delictiva con banderas trotskistas para aterrizar como jefe paramilitar y capo del narco y del crimen.

Ahí no hay nada qué negociar, pero el gobierno de Petro, en un alarde demagógico, ya entabló contactos con los nuevos cabecillas para un diálogo.

Obviamente los jefes, ya enriquecidos, estarán felices de pactar a fin de gozar sus bienes –producto del crimen– con absoluta impunidad, y mandos medios y tropa seguirán en armas porque su negocio es el narcotráfico y el cobro de extorsiones.

En México tenemos grupos criminales a secas.

No hay más que combatirlos, reducirlos a la mínima expresión, y crear tejido social, comunitario, ahí donde se ha destruido (en casi todo el país).

Salvo que el gobierno nos quiera contar que el Mencho es un líder agrario y que los sucesores del Chapo pugnan por la redención del proletariado.

 

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