Mario Morena Cantinflas
Que un partido político tenga que recurrir
a una autoridad externa para realizar sus elecciones internas dice mucho del
encono reinante, de su precariedad institucional y de la escasa confianza que
les merece a los participantes la honestidad de sus correligionarios. Más aún
cuando uno de los candidatos, Porfirio Muñoz Ledo, clama que ha sido robado
pese a haber intervenido un árbitro externo (encuestadoras profesionales
contratadas por el INE). Algo así como los serbios quejándose de los cascos
azules de la ONU porque no les dejan ganar su guerra.
Más allá de la molestia de Porfirio y las
razones que le asistan o no, se trata del último de los incidentes de una larga
crisis de Morena, un partido fundado para hacer ganar elecciones al
lopezobradorismo, pero no para gobernar. Y no podría ser de otra manera. Para
empezar, debido a su reciente creación todos sus miembros son “chapulines” por
definición, brincaron de otro lado. Eso en sí mismo no es un problema. Muchas
organizaciones políticas evolucionan, se escinden, se desdoblan. Pero no es el
caso de Morena, aunque algunos quieran encontrar en el PRD su versión original.
No concuerdo.
Pese a que muchos de sus cuadros derivan
del PRD y el propio AMLO fue presidente de este partido (1996-1999), en
realidad el lopezobradorismo nunca estuvo cabalmente contenido en la
organización política de los llamados Chuchos. López Obrador y el PRD con sus
variadas tribus, se usaron mutuamente a lo largo de los años, hasta que la
fuerza del primero fue tal que pudo construir su propia organización. Pero
nunca estuvieron integrados del todo. AMLO sostenía alianzas con otras
organizaciones, tenía su propia agenda y construía sus candidaturas
presidenciales de acuerdo con su buen entender, no al del PRD. Para efectos del
asalto final, Morena se convirtió en una gran arca de Noé en la que tuvieron
cabida todos los que pudieran ayudar a remar sin mayor requisito que subirse al
barco. La proliferación de especies es, consecuentemente, enorme. Si revisamos
el ADN político de los 100 candidatos que se presentaron para competir por la
dirigencia del partido, encontraremos una sopa genética representativa de la
clase política mexicana en su conjunto: activistas, empresarios, ex comunistas,
socialistas, académicos, líderes sindicales, burócratas, tecnócratas, líderes
religiosos. En suma, centro, derecha e izquierda; ex miembros de todos los
partidos políticos. ¿Por qué tendrían que tener confianza unos en otros?
Otra parte de la explicación es la propia
ambigüedad doctrinaria del partido, fundada en torno a un líder, lo cual
dificulta la construcción de consensos por parte de las distintas corrientes,
como podría suceder en muchos partidos políticos en el mundo. No hay un corpus
doctrinario sobre el cual ponerse de acuerdo, porque el pensamiento o la
voluntad del fundador es mucho más importante que cualquier agenda
institucional. Por supuesto, existen principios fundantes del partido, pero la
manera en que se entienden, la intensidad con la que se aplican o la forma en
que se relacionan con otros actores políticos depende más de las expresiones
del Presidente y de la interpretación que cada grupo quiera hacer de ellas. De
allí el cantinfleo que se advierte en muchas de las declaraciones de los
cuadros del partido: no quieren contravenir los deseos del líder, pero tampoco
quieren quedarse fuera de la jugada.
Y justamente éste sería otro problema.
¿Cómo interpretar al Presidente? En alguna otra columna lo describía como un
hombre plagado de misterios y contradicciones. López Obrador es una suma de
ambigüedades expresada siempre de manera categórica: desconfía de la iniciativa
privada y es un estatista convencido, pero está dedicado a adelgazar al Estado;
un nacionalista genuino, pero convertido en amigo del enemigo de los mexicanos,
Donald Trump; es un hombre progresista arraigado en el pasado; un luchador
social que rechaza cualquier camino que no sea la democracia, empeñado en
debilitar a los órganos democráticos; un fiero opositor de los neoliberales,
pero en materia de finanzas públicas más ortodoxo que los neoliberales; un
permanente rijoso que pregona abrazos en lugar de balazos; un hombre inflexible
en sus ideas que repudia todo acto de represión; un intransigente que nunca
pierde la paciencia; un amante de la naturaleza obsesionado con las energías
más contaminantes. En suma, una persona difícil de interpretar. Y además, un
hombre que no gusta imponerse, pese a los que creen lo contrario.
Morena tiene muchos de los vicios que tenía
el PRI, pero sin el freno que representaba el jefe máximo. Para la mayoría de
sus militantes es una agencia de colocaciones y un trampolín de ascenso
político, como lo fue el tricolor, pero con un agravante: a diferencia del PRI,
en donde el presidente en turno se convertía en tlatoani, López Obrador ha
preferido mantenerse al margen. Esto, que es un gesto democrático que se
agradece, se convierte por desgracia en un vacío favorecedor del caos que
estamos viendo. La tradición dictaba que el presidente definía al líder del
partido en el poder y fungía como árbitro último y definitivo de todas las
disputas, ahora no es el caso. El exceso de ambiciones, el contraste de los
grupos y la enorme ambigüedad han convertido la disputa en una rebatinga en la
que muchas cosas huelen mal.
Ahora bien, lo que está en disputa no es
algo menor. La presidencia del partido otorga una influencia que puede ser
decisiva en la definición de candidaturas en las elecciones próximas y por lo
mismo constituye una fuente de poder importante para la facción que la obtenga.
Sin embargo, para nadie es un secreto que esta es la primera escaramuza de la
madre de todas las batallas: la sucesión presidencial. Porfirio Muñoz Ledo y
Mario Delgado, los dos finalistas para dirigir al partido, responden a
proyectos políticos distintos en todos los sentidos, pero sobre todo para
efectos de definir al sucesor de AMLO. Delgado forma parte del equipo de Marcelo
Ebrard, un político moderado y experimentado, serio aspirante a la presidencia
del país; por su parte, Muñoz Ledo sólo se representa a sí mismo, pero ha sido
un furibundo enemigo de Ebrard, lo cual lo convierte en aliado tácito de los
rivales del canciller y de los grupos más radicales entre los que se encuentra
Claudia Sheinbaum, a quien muchos consideran la preferida del Presidente. Pero
las crecientes críticas de Muñoz Ledo al propio López Obrador pondrán a prueba
el talante presidencial; una cosa es que no quiera dar manotazos a su partido,
otra distinta que esté dispuesto a que se convierta en fuente de ataques a su
persona y a su proyecto. Esta historia apenas comienza y, esa sí, no se parece
nada a la priista. Veremos.
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