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miércoles, 10 de abril de 2019

"La tierra es de quien la trabaja", Zapata




Emiliano Zapata nació en San Miguel Anenecuilco, Morelos, el 8 de agosto de 1879. Anenecuilco significa “lugar donde las aguas se arremolinan”. Con la imagen de Zapata ocurre lo mismo que con todas las imágenes que los pueblos atesoran como paradigma y patrimonio exclusivo. Existe una implacable tendencia que no cesa en su intento por apropiarse de todo cuanto posee significación popular profunda, para tergiversarlo y volverlo fetiche de silogismos demagógicos. Es un intento permanente por diluir la fuerza, tendencia y permanencia de los discernimientos más nítidos para la dignidad, el futuro y la libertad, a cambio de esclavitud, usurpación y miseria. La historia da cuenta de sucesos escandalosos en los que el crimen la impunidad y la desolación dejaron en el desamparo más inimaginado a los indígenas y campesinos de América. Historia de guerras étnicas sucias que jamás ha logrado contabilizar con precisión el número de muertes humanas, culturales y anímicas producidas. Hay países, pueblos y regiones propiedad histórica de indígenas y campesinos, en franca extinción y nadie parece inquietarse seriamente. Ni los estadistas ni los ecologistas.

Zapata, su pensamiento, palabra y obra, propusieron para la Revolución Mexicana un movimiento de recuperación integral que repusiera de una vez por todas, en el más ámplio espectro de su significación, la dignidad orgánica de una sociedad victimada por los designios del robo organizado. Gubernamental y empresarialmente.

Zapata alertó a la historia sobre el exterminio desaforado y sobre la usurpación galopante. De la tierra, de la cultura y del espíritu. Usurpación que fracturó la vida desarrollada por pueblos cuya evolución particular fincó sistemas autónomos de sobrevivencia y cuyo destino no podía ni debía ser dirimido por intereses foráneos. Fractura de lenguas, mitos, y dioses. Es decir aniquilamiento del espíritu. El gran desafío de Zapata rebasaba lo estrictamente político-jurídico en la tenencia de la tierra. En su obra esta implícita y explícita la búsqueda de la reivindicación y re apropiación de todo cuanto fue, y es, propiedad del que la trabaja. Tierra, hierofanías, magia: la vida misma.

Zapata no puede ser visto como caudillo “inspirado” que trató de redimir a una masa de “muertos de hambre”, dándole a cada quien “premios de consolación” existencial en parcelas cultivables. Zapata es en todo y en último caso, hito o síntesis de lo que un pueblo piensa y siente ante las desgracias que presencia y las calamidades de su indefensión. Zapata aporta al movimiento agrarista revolucionario, el talento sintético-logístico de un estratega recio y entregado a sus principios. Esos no son dones de privilegios mesiánicos, es nada menos que la conjugación de toda una historia fraguada cotidianamente en el pensamiento popular que un día se decidió a resarciese de tanta injusticia. Zapata no es un santo, es hombre de carne y hueso, indígena, campesino, inteligente, autogestivo y revolucionario. Virtudes todas inadmisibles para el explotador. Hoy todavía sorprende a muchos que los indígenas y campesinos sean inteligentes, que quieran la libertad y tengan propuestas independentistas. Siempre se sospecha que alguien los asesora.La vitalidad e inteligencia de Zapata ofendió y ofende a los que se sienten superiores, encerrados el sus palacios urbanos de cristal progresista. A quienes creen que todo lo rural es inferior, atrasado y sucio. A esos que ven en los indígenas y campesinos sólo fuerza de trabajo hambrienta y miserable que por “ignorantes” se les puede engañar haciéndolos trabajar a cambio de limosnas. Como parias con costumbres avejentadas y mal olor a quienes se puede explotar impunemente porque no saben siquiera protestar. Se les considera “casi bestias” cuyo destino es trabajar para producir alimentos que los matan de hambre. Animales, creían los evangelizadores que eran los indígenas. Hoy la cosa es parecida.

En 1910 Emiliano Zapata reparte tierras entre los campesinos de Anenecuilco. “Unos cuantos centenares de grandes propietarios han monopolizado toda la tierra laborable de la República; de año en año han ido acrecentando sus dominios, para lo cual han tenido que despojar a los pueblos de sus ejidos o campos comunales y a los pequeños propietarios de sus modestas heredades. Hay ciudades en el Estado de Morelos, como la de Cuautla; que carecen hasta del terreno necesario para tirar sus basuras, y con mucha razón del terreno indispensable para el ensanche de la población . Y es que los hacendados, de despojo en despojo, hoy con un pretexto, mañana con otro, han ido absorbiendo todas las propiedades que legítimamente pertenecen y desde tiempo inmemorial han pertenecido a los pueblos indígenas, y de cuyo cultivo éstos últimos sacaban el sustento para sí y para sus familias” General Emiliano Zapata , ( Fragmento de la carta dirigida a Woodrow Wilson presidente de E.E U.U. de 23 de agosto de 1914 ) Para los indígenas y campesinos mexicanos, como para cualquier cultura, la relación con la tierra posee profundidades arquetípicas, sociológicas, económicas, políticas y religiosas tan importantes como inabarcables. Intentar una expedición al pensamiento indígena para desentrañar el correlato tramado en torno a la tierra, sus demandas y frutos, implica activar un sistema de comprensión capaz de expandir integralmente, los flujos y reflujos de imágenes, nociones e intuiciones cuyo carácter totalizador obliga a entender que de la fecundidad telúrica a la intrauterina, pasando por el asombro ante los ciclos cósmicos y las festividades rituales, se da un mismo impase perturbador que restituye en su magnificencia todo el respeto ceremonial por la vida en cada una de sus expresiones.

La culturas prehispánicas tuvieron en la actividad agrícola uno de los ejes más impresionantemente fantásticos de producción y reproducción arquetipica que es diálogo con las potencias de la naturaleza. La tierra madre es el vertedero de prodigalidades en cuyo comportamiento es discernible el comportamiento del universo entero. Cada ciclo de fertilidad pulsa el ritmo del trabajo. Quien labra la tierra penetra en los secretos más íntimos de un misterio que ante sus ojos se abre permanentemente, para recordarle que todas esas fuerzas conmueven un modo de ser accidental, potente y potencial que pide respeto ritual y asimilación mimética con cada elemento. Trabajar la tierra es trabajar en el espíritu. Por eso las herramientas o artefactos que sirven para las faenas agrícolas, están tocados por la inercia magnética de eso hilos sagrados que establecen, entre la vida del labriego y la vida de su cosecha, solidaridades ancestrales. Ambos son alimento del mismo destino.

Todos los elementos se subordinan a ésta actitud de re ligar. Del sol al viento, de lo vegetal a lo animal. La tierra da soporte, cobijo, estancia. Prodiga y castiga. Nada hay que pueda negársele y por eso la ofrenda de sacrificios no tiene límite. Todo le pertenece tarde o temprano y la tarea fundamental del que labra es la de un sacerdote. Su misión es cuidarla y atender todas las exigencias de esos partos magníficos que se trasmutan en sobrevivencia. El carácter sacerdotal del labrador es arquetípico. Es irrenunciable y exige entregas absolutas, expresadas con ese silencio contemplativo y asombrado que suelen desarrollar indígenas y campesinos. Silencio de sumisión ritual, a su modo ofrenda y canto ante la magnificencia. Silencio dignidad litúrgica natural indisociable de sus pensamientos.

Quien cultiva la tierra posee sistemas de análisis y síntesis capaces de interconectar operaciones perceptivas e intuitivas delicadísimas, con pulsiones laborales extenuantes. Leen el sol, la lluvia, la fertilidad, los equinoccios y las calamidades con el olfato aguzadísimo e inefable de todas sus relaciónes ritual-intuitivas. Individuo y naturaleza son uno mismo, se animan con las mismas sustancias mágico genealógicas que se comparten la totalidad como requisito primigenio de identidad cósmica. Diálogo entre la vida y la muerte que en el protagonismo sacerdotal se sintetiza a sí, para engendrar las formas más puras de la poesía. Poetas en las luchas de la existencia, sacerdotes en el misterio de la creación, guerreros de la fertilidad, hijos de la tierra. Zapata era de esa estirpe. “El niño a quien empezaron a llamar Miliano, escucharía los consejos que junto al Tlecuil relataban las madres y las abuelas a los pequeños, mezclando los mitos indígenas y los ogros de lejanas tierras” ( Jesús Sotelo Inclán ) En México estallaron muchas Revoluciones simultáneas y consecutivas. Entre otras la Revolución de la clase burocrática que desplazó a Porfirio Dias para instaurar “otra dictadura de partido”. La obrera que tuvo soportes conceptuales y estratégicos particulares, La “ilustrada” que produjo rebatingas extraordinariamente necias. Y la campesina que tuvo logros fundamentales y que por eso fue sofocada a punta de traiciones institucionales. País fragmentado en intereses disímbolos y culturas antitéticas, donde cada grupo hegemónico ha querido ensayar el modelo de paraíso que se le entoja. País de culturas rotas en millones de partículas poblacionales que, sin saberlo unas o aceptarlo otras, tienden a fundirse atraídas magnéticamente por el imán descomunal de la historia. El clima feudal en que se desenvolvió la lucha zapatista estaba, como está hasta ahora, intensamente preñado por múltiples presencias imágenes y resonancias del pensamiento mágico. México entero se sacudió con el advenimiento de “la modernidad”. Con la transfiguración apresurada del rostro rural nacional en rostro maquillado con progreso. Colisión y sacudida que no produjo simbiosis porque los móviles o fines eran repetición de malabarismos, farsas y usurpaciones autoritarios como siempre. El porfirismo garantizaba sus empeños para inventar un país pintoresco, atractivo para las inversiones extranjeras, decorado con “buen gusto”, educado en las tradiciones europeas pero, sobre todo, rico en materias primas y mano de obra barata, desorganizada, desarticulada emocional o espiritualmente e ideologizada con el cuento del extranjero que vendra a redimirlo todo. Fue un choque frontal con tradiciones culturales ancestrales. Choque con las estructuras religiosas y los muchos sincretismos llamados paganos. Con los aun vivos conocimientos populares en materia de medicina, astronomía, filosofía y ciencia política. Choque con un México cuya integridad nacional apenas se entendía por ciertas escaramuzas jurídico-políticas, y en el que las diversidades étnico- culturales pesaban mucho más que los intentos integracionistas de algunos gobiernos. Era un repertorio multilingüistico, multireligioso y multicultural esparcido en territorios donde el cultivo y la fertilidad signaban las divisas fundamentales del desarrollo científico, filosófico, artístico y político comunitarios. La historia de la conquista trasplantada a la dictadura Porfirista que duró de 1877 a 1911. Más o menos 36 años en el poder.

La clase privilegiada a principios de siglo, europeizada, afrancesada, españolizada, ilustrada, académica, positivista y con alcurnias típicamente virreinales, compartía canonjías con un séquito clasemediero, mestizo, arribista y convenenciero, que en su complicidad anidaba envidias revanchistas que más tarde devendrían en una de las tantas Revoluciones Mexicanas: la revolución (o mejor aun revuelta civil) de la clase media resentida comandada por Francisco I. Madero. En el otro extremo de la realidad un pueblo sometido, ninguneado, ignorado y condenado históricamente se dio al encuentro con su Revolución. Todo parece indicar que sólo Zapata propuso un programa de transformaciones independiente, sin contubernios con los poderes hegemónicos y con una salida verdadera a los agobios colectivos. Hoy su Plan de Ayala sigue teniendo vigencia. Ese movimiento agrarista que Zapata tomó como estandarte es inentendible sin una aproximación al genio cultural de una nación, que en su pluralidad, mantenía denominadores comunes en casi todas las esferas de la vida cotidiana. De la idea de muerte simbiotizada entre alma genocida del conquistador español y la muerte ritual indígena, al sentido del humor negro. De las concepciones religiosas locales, las importadas por el Evangelio a las fiestas ceremoniales del tequila y el balazo. De la organización social experimentada por los pueblos prehispánicos al modelo feudal, de caciques y terratenientes reyezuelos del terror y el asesinato impune. El pueblo mexicano, indígena y campesino, constituyó un carácter peculiarísimo cuyos distintivos propiciaron el quebrantamiento del orden impuesto, por los extranjeros y por los mestizos amaestrados como capataces para obligar al indio a rendir culto al padre extranjero y “chingar” a su madre tierra. En México quizá por eso y entre otras muchísimas razones, la importancia de la madre se extienda sobre la consciencia y subconciencia sociales. A veces como herida honrosa que no deja de doler y sangrar. La Madre Virgen de Guadalupe, La Madre Patria, La Madre Academia. Al respecto se ha estudiado el galimatías socio-antropológico implícito en el tipo de insultos usados en México. Los que se vinculan con la violación de la madre, la madre prostituta o la madre ausente, implican casi instantánea y apocalípticamente la presencia de la muerte, aunque por supuesto también exista una especie de sentido del humor cínico que “goza su dolor” con risotadas o juegos de palabras (llamados albures) donde penetrar o ser penetrado (ser chingón o ser chingado) son las claves de cierta fatalidad en debate permanente.

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