Directorio
miércoles, 26 de octubre de 2016
La corrupción en México Durará hasta que el presidente quiera
Daniel Moreno es un periodista mexicano
y director general de Animal Polí
Cuando alguien me pregunta qué va a pasar con el gobernador de Veracruz, Javier Duarte, quien se encuentra separado del cargo y al que ya persigue la ley por casos de corrupción, suelo responder: “Lo que el presidente quiera”.
La situación del exgobernador es un buen ejemplo de que en México la ley se aplica discrecionalmente; que está diseñada para proteger a los corruptos; que los gobernadores aprovechan el control que ejercen sobre los congresos y sus auditores para operar con libertad, y que el gobierno federal no puede o no quiere frenar los abusos.
No hay duda de que el gobierno que encabezó Duarte estuvo marcado por las irregularidades y los desvíos en el uso de los recursos desde el principio.
Como en muchos otros casos, la justicia ha sido lenta. Pasaron cinco años y 10 meses para que finalmente se investigara su gestión. Y tuvo que ser un trabajo periodístico lo que obligó al gobierno a actuar.
En mayo, Animal Político demostró que funcionarios del primer círculo de Duarte otorgaron contratos a empresas que solo existían en papel, pero que no tenían empleados ni dirección fiscal; que no vendían nada y que nunca entregaron los productos que supuestamente les compraron.
Eran empresas fantasma o de maletín. Esos recursos, como ahora puede documentarse, sirvieron para comprar casas y terrenos en Estados Unidos y México. Una noticia reciente añadió a las acusaciones que, a través de varios testaferros, Duarte adquirió 30 propiedades en Florida.
Pero las denuncias por presuntos actos de corrupción no empezaron con esta investigación. Se dieron desde el primer año de su gobierno. La Auditoría Superior de la Federación presentó, a lo largo de estos cinco años y 10 meses, 53 denuncias penales en contra del gobierno del estado por mal uso de 35 mil millones de pesos (unos 1890 millones de dólares), sin que una sola de ellas haya terminado en una orden de aprehensión.
Hubo muchas denuncias más: fraudes a pensionados, préstamos irregulares a burócratas o enriquecimientos inexplicables de colaboradores y familiares. Solo un mes antes de la salida del gobernador, su secretario de Seguridad Pública tuvo que renunciar después de que se denunciara que era propietario de 19 casas en México y Estados Unidos. Tampoco estas denuncias tuvieron seguimiento.
En un país donde la corrupción pública es ubicua, hay razones para que las denuncias no prosperen. Una de las principales es la debilidad estructural de los entes contralores estatales y federales. La Unidad Especializada en Investigación de Delitos Cometidos por Servidores Públicos de la Procuraduría General de la República cuenta con un equipo de solo 12 personas. Pero quizá lo más importante es que pese a todos los indicios no se tocó al gobernador veracruzano y a su equipo.
Javier Duarte supuestamente formaba parte del “nuevo PRI” y su gestión fue presentada públicamente como ejemplar por Enrique Peña Nieto en su campaña presidencial en 2012. Finalmente, pasó de ser el modelo del priismo renovado a convertirse en sinónimo de la corrupción. Ahora su partido lo ha expulsado y quien hasta ayer fuera procuradora general declaró que es señalado por delincuencia organizada y lavado de dinero. Pero no más que eso.
La Contraloría General del Estado de Veracruz —órgano máximo responsable local de revisar el buen uso de los recursos públicos— omitió las denuncias. Por el contrario, el auditor estatal aprobó todas las cuentas públicas del gobierno veracruzano hasta hace apenas dos semanas. A causa del trabajo de Animal Político, el auditor estatal cambió de opinión, pero permanece en su cargo. Al menos cinco diputados han sido denunciados como cómplices de Duarte, pero todos siguen en el congreso.
Sin un auditor estatal que encontrara nada y sin una procuraduría que actuara ante las denuncias, Duarte pudo gobernar (y robar) sin freno. Solo lo detuvo la derrota electoral de su partido hace cuatro meses. Las investigaciones oficiales y las pruebas presentadas en medios lo hicieron indefendible. La suma de ambas llevó a su caída.
Historias parecidas podrían narrarse sobre los estados de Sonora, Quintana Roo, Chihuahua, Nuevo León, Michoacán o Guerrero. Salvo en Sonora, en el resto no hay nadie investigado o encarcelado.
¿Realmente le interesa al gobierno federal combatir la corrupción?
Es cierto que el presidente respaldó la aprobación de nuevas leyes para frenarla, pero no ha actuado ante los señalamientos de posibles conflictos de interés de su familia y sus colaboradores. Desde julio hasta ayer, la Secretaría de la Función Pública, responsable formal del combate a la corrupción, había permanecido sin secretario: hoy está nominada para encabezarla Arely Gómez, la ex procuradora general. El gobierno federal no destinó un solo peso en el presupuesto para el próximo año al Sistema Nacional Anticorrupción. Y lo más significativo: Duarte gobernó cinco años y 10 meses. ¿Se necesitan más pruebas de la falta de interés de Peña Nieto en ponerle freno a la corrupción?
En México, los gobernadores controlan los congresos de sus estados (sus partidos tienen mayoría y, con frecuencia, los opositores también les son leales), nombran a sus propios auditores y manipulan a los órganos de fiscalización. No hay, pues, mecanismos para supervisar el uso de los recursos públicos ni para la rendición de cuentas, lo que les permite ejercer el gasto sin vigilancia.
Un estudio de la OCDE documenta que en dos terceras partes del país, los auditores no tienen autonomía. Tampoco hay mecanismos de transparencia para supervisar el uso de los recursos públicos ni para la rendición de cuentas, lo que les permite ejercer el gasto sin vigilancia.
Sin un cambio sustancial de los mecanismos de contraloría, un gobernador en la cárcel será una pobre señal de cambio. Son indispensables modificaciones legales que permitan establecer responsabilidades por corrupción o por omisión, auditores independientes, partidos de oposición firmes y sociedad civil vigilante y, por si fuera poco, voluntad política.
Mientras tanto todo dependerá de un “ojalá el presidente quiera”.
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