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martes, 12 de noviembre de 2013

Deslindes

La crisis de representatividad de la Clase Política

Por Armando Sepúlveda Ibarra

La insana ambición de la clase política de aferrarse a privilegios que, sin duda, riñen con la ética, extravió el ansiado tránsito del país hacia la democracia en un laberinto de marañas y simulaciones por donde la confabulación despojó a la sociedad de su derecho a conducir las elecciones para democratizarlas.

Cuando la sociedad apenas digería la caída del PRI en 2000 e imaginaba un horizonte distinto al atroz paso de la dictadura perfecta del priíato trasnochado, los políticos de siempre aterrizaron la partidocracia que, según confirma la historia, mediatiza y somete la voluntad ciudadana a los intereses particulares de las cúpulas, en un claro fenómeno antidemocrático.

El poder ciudadano había dado con sus luchas de muchos años, sus demandas y sus votos un cambio radical al país con la transición que instaló en Los Pinos a los incrédulos Vicente Fox y el Partido Acción Nacional, con un enorme bono democrático útil para transformar a las instituciones y la desgastada y dañina forma de hacer política. Mas para desgracia y desilusión de los millones de personas que soñaron con un gobierno distinto a las pesadillas sexenales del PRI, la clase política falló a las expectativas y, tal vez por sobrevivir a la época, terminó por desandar aquel anhelado y fatigoso camino a la democracia y, con un zarpazo, dio con el control de todo: el poder, las elecciones, las candidaturas, las curules, los dineros públicos, las marrullerías y todo el monopolio, inclusive el de la corrupción que se ha vuelto, para identificarla entre las clases mexicanas, su ícono en el mundo. Es decir: clase política=corrupción.

A nadie entonces debe extrañar que la ciudadanía mexicana, después de trece años de simulacros en las urnas perpetrados por la hipocresía de los partidos, se haya vuelto entre todos los países de Iberoamérica en la más insatisfecha con el funcionamiento de la democracia. De acuerdo con los indicadores del denominado Latinobarómetro, sólo 37 por ciento de los mexicanos piensa que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, contra la estadística de 62 por ciento encuestada en 2002. Para colmo, menos de 20 por ciento cree que el país es gobernado para beneficio de todos. Y, como redondeo a la calamidad, sólo 46 por ciento aprueba al Presidente de la República.

Sale a la luz también la inconformidad con la situación económica: la encuesta arrojó que 63 por ciento de los consultados confesó que, en los últimos doce meses, ha tenido problemas para pagar servicios como agua y luz, aun antes de la gravosa reforma fiscal que traerá más ruina a la vapuleada economía nacional.

La onerosa clase política enraizada al erario y proclive a mantener la corrupción en todos los niveles de gobierno, hasta contaminar a las bajas burocracias que por todo exigen mordidas o de plano extorsionan con cinismo, con el ejemplo de la escuela de sus jefes, cerró las puertas a la ciudadanía en la toma de decisiones y dispuso que todo continuara igual como en el priato: con manejos oscuros y desaseados sobre los dineros públicos, sin transparencia ni rendición de cuentas, con la proclama de leyes a modo para evadirlas o violarlas, o usarlas en su provecho o torcerlas contra el enemigo. Esos mismos partidos han llevado a las cámaras de diputados y senadores y a gubernaturas y alcaldías y presidencias, así como a puestos públicos del ejecutivo, a individuos corruptos (¿verdad, Romero Deschamps, Granier, Moreira, Gordillo, Montiel, Reinoso, Salinas, Alemán, etcétera, etcétera, etcétera?) que saquean con impunidad las arcas del gobierno e, insaciables en su hambre de dinero mal habido, atracan a ciudadanos y empresarios con la aplicación arbitraria de leyes o los obligan a darles porcentajes de los montos de las obras a condición de otorgarles los contratos. Aquí ningún partido se salva: todos conocen, fomentan y toleran la corrupción en sus gobiernos. O digan, para desmentir, a quién han puesto tras las rejas, como les reclama la ciudadanía, a excepción de algunas venganzas políticas contra descarriados pícaros redomados como Graniéres, Durazos. Díaz Serranos, Gordillos, Señores de las Ligas y nada más.

La sociedad duda que con la cacareada reforma política a punto de ventilarse en la legislatura para su análisis y aprobación, la clase política o, como dirían los marxistas de viejo cuño, la clase dominante, quiera ceder espacios que ostenta con simulación como decirse representante de la ciudadanía, cuando a la hora de la verdad sólo opone sus intereses particulares o de los grupúsculos que manejan como suyos a los partidos y su botín que les da el Instituto Federal Electoral para derrocharlo (o robárselo) incluso en actividades o compras ajenas a su destino legal.

La teoría clásica establece que si la participación popular en las tareas de interés general es mayor, el Estado es más democrático. Pero si es inferior, es menos democrático y tiende a parecerse a la autocracia. Según un informe de la ONU, sólo 82 de 200 Estados del mundo tenían hacia 2002 un sistema democrático que garantizaba los derechos humanos, la educación, la libertad de prensa y un aparato de justicia independiente. Muchos de los 140 Estados que realizaban “elecciones pluralistas” – agregaba el documento – imponían limitaciones a las libertades civiles y políticas de sus pueblos. ¿Dónde se ubica México?

La mediocridad y las ambiciones desmedidas de la clase política enquistada en los partidos trajeron la crisis de representatividad y, como podemos verla a diario, abarca a los partidos y a todos los poderes públicos, desde el legislativo al ejecutivo pasando por el judicial, que han perdido credibilidad; pero nadie quiere cambiar.

Si desearan por una vez salirse de la farsa donde actúan, los políticos deberían saber, antes de aprobar su enésima reforma política en los años recientes, que habrá una aproximación a la democracia cuando exista una participación igualitaria de la sociedad.

Sepan que cuando se suplanta el interés general por el particular de los gobernantes, la democracia (si la hubiere) degenera en demagogia. O para decirlo con palabras de Montesquieu, cuando una democracia está dirigida por personas mediocres, el peligro de que degenere en demagogia es inminente.

Alguien podría refutar que el país seguiría a salvo de la demagogia mientras adoleciera (como hoy) de democracia, con una clase política cínica que, dueña absoluta de los partidos, bloquea a la ciudadanía y acapara con deshonestidad las posiciones políticas remuneradas con sueldos de escándalo, las montañas de dineros de los impuestos vía subsidios o prerrogativas del IFE que se esfuman entre sus intereses personales y a nadie rinden cuentas, usurpa las decisiones de la sociedad y cierra la puerta a la democratización del país.

La clase política aprendería de los clásicos si, por ejemplo, escuchara decir a Ciro El Grande, el fundador del Imperio Persa, citado por Plutarco, su frase de que “no conviene que gobierne a nadie aquel que no es mejor que los gobernados”.

Entonces con este consejo milenario la inepta clase política gobernante (atrincherada en el PRI, PAN y PRD y en sus costosos e inútiles satélites PVEM, Panal, PT y Movimiento Ciudadano, responsable con sus errores y omisiones de las crisis política, económica y social del país), estaría condenada a calentar la banca y daría su espacio y derecho a la ciudadanía hasta que su rústica politiquería mejorara o supiera algo de oficio político más allá de la simulación…

armandosepulvedai@yahoo.com.mx

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