Hay cartones que lo dicen todo. Uno de Magú en La
Jornada de esta semana se cuenta entre ellos. En él aparece el edificio de
la SEP con una enorme manta colgante en la que se pide a los padres de familia
que manden a clases a sus niños disfrazados de conejillos de indias. En esa
misma manta aparece una criatura con mochila a espaldas, vestida para la
aventura de ser el experimento.
El próximo lunes millones de niños regresarán a clases. No
llegarán a las aulas todos los que eran. En el transcurso de la pandemia más de
millón y medio de ellos se desconectaron de la educación formal. Y los niños y
niñas inscritas llegarán con distintos grados de aprendizajes, según haya sido
su experiencia en la educación vía remota, y con su propio coctel de emociones.
La vida en el aula será difícil. El maestro o maestra tendrá
la tarea adicional de conocer cuáles fueron las pérdidas particulares de
aprendizajes e idear cómo mitigarlas, si es que cuenta con la sabiduría y los
instrumentos para hacerlo, en ausencia de una política pública para ello y del
financiamiento adicional que debe acompañar toda medida extraordinaria.
En el mundo hay un revuelo sobre el tema. En la academia, en
organismos de desarrollo e internacionales y en los propios gobiernos se
plantea el desafío de medir y corregir los daños causados por la pandemia. Una de
las fundaciones más dotadas de recursos para apoyar intervenciones en ciertas
regiones y para trabajar en temáticas específicas, la Fundación Gates, parece
muy comprometida en colaborar para que los niños y jóvenes de todo el mundo no
se queden atrás por este shock que vino a cambiar las trayectorias
educativas de millones.
En ciertos estudios, como el realizado por el Banco Mundial,
Unicef y Unesco, que lleva el nombre de ‘Dos años después salvando a una generación’, se identifica
a América Latina como una de las regiones más afectadas. Así como sucedió con
la crisis sanitaria, en la que la región ‘aportó’ un número desproporcionado de
decesos en la contabilidad internacional, pasó con la educación. Es decir, está
aportando a la estadística mundial pérdidas de aprendizajes mayores que las de
otras regiones. Según el estudio al que hago referencia, la proporción de
‘pobres de aprendizaje’ en América Latina ha crecido de 52 por ciento en 2019
al 79 por ciento en 2022.
Un pobre de aprendizaje es aquel que no cumple con el nivel
mínimo de competencia (NMC) correspondiente al grado que cursa. Desde antes de
la pandemia en México ya teníamos una enorme pobreza de aprendizaje. Se agravó
con ella. Antes del Covid, para la educación primaria media (tercer grado),
casi 40 por ciento de los estudiantes estaba por debajo del NMC requerido en
lectura. Para sexto grado, este número se elevó a 58 por ciento. En matemáticas,
35 por ciento de alumnos de tercer grado no llegan al NMC; 62 por ciento en
sexto de primaria.
En este contexto, el impacto del Covid-19 en la educación
fue mucho peor de lo esperado. La pandemia empujó una crisis dentro de una
crisis.
A nivel global, una simulación realizada para otro informe
de referencia, estima que siete de cada 10 niños en países de ingreso medio y
bajo sufren de pobreza de aprendizaje, y que todo lo avanzado allí en este
campo desde 2000 se ha perdido.
Datos disponibles para los estados de Sao Paulo (Brasil),
Karnataka (India) y varios de México reflejan pérdidas de aprendizaje
equivalentes al periodo de cierre de las escuelas; es decir, un año de cierre
escolar es la pérdida u olvido total de los aprendizajes que se hubieran dado
con normalidad en ese año
En medio de todo esto, en nuestro país se nos ocurre jugar
al experimento. Involuntariamente, niños de preescolar, primaria y secundaria
serán los conejillos de indias del cartón de Magú. Formarán parte de un
programa piloto para el cambio de plan de estudios que se dará a mitad de un
tiempo oscuro en la educación pública.
Cualquiera que tenga un poquito de entrenamiento en el
diseño de políticas públicas sabe que en momentos de emergencia hay que aplicar
programas extraordinarios, con metas muy concretas y con buena información en
las manos. La situación de la educación en el país es extraordinaria, y lo que
se ‘receta’ es un cambio en el plan de estudios que no parece tener brújula, ni
estar sostenido en diagnósticos y en las mejores prácticas internacionales. Hay
un eje ideológico indiscutible que refleja un desprecio, de entrada, de lo que
es necesario para hacer política pública de calidad: la medición y la
información.
Este gobierno o cualquiera que se forme en el futuro tendrían
que ofrecerle a los mexicanos un plan para cruzar las líneas de la pobreza de
aprendizaje, tanto como nos obsesionamos con hacer cruzar a mexicanos por las
líneas de pobreza establecidas.
En cambio, lo que el gobierno nos ofrece es un experimento,
fundado en sus emociones y obsesiones, incapaz, por lo que se conoce, de sacar
a los mexicanos de su pobreza educativa.
Junto a la salud, la pobreza educativa será el peor legado
de este sexenio. Porque está convirtiendo a los niños en conejillos de indias y
está sacrificando su futuro en pos de su obsesión.
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