La jefa de Gobierno hace bien en estar preocupada por la división de clases que quedó de manifiesto en el voto contra Morena el domingo.
Tiene mucha razón la jefa de Gobierno de la
Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, cuando al salir al paso a comentarios y
memes que ubicaron el voto contra Morena en la capital federal como una lucha
de clases, alertó la gravedad de que se promoviera esa línea de pensamiento
ante los riesgos de que pudiera llegar a darse una división clasista y
discriminatoria. “Eso no es esta ciudad”, agregó. “Esta ciudad tiene que darse
la mano como siempre se la ha dado, tiene que disminuir desigualdades y acercar
a las personas”. Eso no era, ciertamente, ni la capital federal ni el país,
pero este encono se potenció de la mano de sus vecinos en el Zócalo. Ese mismo
llamado tendrá que hacerlo con quien prendió fuego al pasto seco y pedirle al
presidente Andrés Manuel López Obrador que sea él quien encabece la
reconciliación.
Por supuesto que eso no sucederá. Las
mañaneras han sido durante sus 628 escenificaciones un ejercicio sistemático de
generación de odio y división, al partir salvajemente a la sociedad entre los
buenos y malos. La división binaria que hace el Presidente la ha trazado a
través de líneas ideológicas, los “conservadores” y él y sus seguidores, pero
sobre todo clasistas y discriminatorias. Fifís ha llamado múltiples
veces a quienes considera sus adversarios, un calificativo que ha sido
utilizado en México desde el porfiriato por la élite, como se ubica
popularmente al grupo social de mayor ingreso.
Fifí se convirtió en sustantivo y en
término peyorativo por López Obrador y sus seguidores, mediante el discurso
machacón desde Palacio Nacional, donde el Presidente lo asocia invariablemente
con la corrupción. Maestro en los silogismos, el mensaje permanente a la
sociedad es que las élites son los ricos y los ricos, corrupción. Desde la
campaña presidencial, operadores de Morena viajaron por el país diciendo a los electores
de menor escolaridad que si votaban por López Obrador las casas donde
trabajaban pasarían a su propiedad. López Obrador ha llegado a matizar que no
todos los ricos ni las fortunas son mal habidas, pero el mensaje compensatorio
ha sido tan escaso, que no ha penetrado en el pensamiento de nadie.
En realidad, tampoco le interesa. Un
ejemplo de lo que busca el Presidente lo dio en la mañanera del lunes pasado,
cuando al hablar de la derrota de Morena en la Ciudad de México, que no aceptó,
le recomendó a Sheinbaum que se acerque a los pobres sin mencionar al resto de
los grupos sociales capitalinos. Una vez más, en la dialéctica de la inclusión
y la exclusión, el segmento de menor ingreso confrontado, por diseño
presidencial, con el resto de la población. ¿Qué no entendió López Obrador?
¿Qué no quiere ver Sheinbaum?
La jefa de Gobierno hace bien en estar
preocupada por la división de clases que quedó de manifiesto en el voto contra
Morena el domingo. No fue una división de norte a sur, sino un voto de protesta
urbano sin fronteras, aunque tiene varias explicaciones preliminares. Hay una
correlación entre a mayor escolaridad, mayor participación electoral, y a mayor
participación más voto contra Morena.
Hay una mancha morena en la parte oriente
de la capital, pegada a los municipios conurbados que dan hacia Puebla y
Morelos, donde la correlación del apoyo al gobierno es mediante los programas
sociales. En el resto de la ciudad, en las colonias de alto ingreso, pero
también en las de medio y bajo ingreso, habitan amplios segmentos de la
población que resultaron afectados por los despidos masivos de la burocracia,
la reducción de salarios en la administración pública, la cancelación de
fideicomisos o la crisis en la industria de la construcción. Pero también por
el cierre de las estancias infantiles, el desabasto de medicinas, la decisión
de no aplicar vacunas anti-Covid al personal médico de las instituciones
privadas, por la insensibilidad y crítica a las mujeres por levantarse contra
los abusos sexuales, o por los afectados de “incidentes” –como llamó Sheinbaum
a la tragedia de la Línea 12 del Metro– que han sucedido en la capital.
La irrupción de los componentes de lucha de
clases en el debate público no es por generación espontánea, ni tampoco
producto de una campaña de desprestigio de los medios de comunicación, como
argumentaron el Presidente y la jefa de Gobierno, insultando la inteligencia de
los capitalinos. El odio se engendró como parte de una estrategia de
polarización y confrontación desde Palacio Nacional. La política de inventar
patiños acreditados como periodistas para servir de mecha en la pira de la
denostación y el linchamiento en Palacio Nacional, acompañada por plumas al
servicio del Presidente o los oportunistas de siempre dedicados únicamente a
insultar y difamar, para desacreditar y deslegitimar, han sido fundamentales en
esta cruzada de rencor.
Esta línea de acción con López Obrador no
es nueva. Se vivió en Tabasco durante los 90, donde el discurso divisionista
del entonces candidato perdedor al gobierno estatal fragmentó a la sociedad sin
que haya podido volver a unirse. Se experimentó en la Ciudad de México cuando
la campaña presidencial en 2006, donde prevaleció un discurso rupturista que
dividió incluso a familias. Lo hemos vivido en cada campaña electoral en la que
ha participado López Obrador y hemos sido testigos todos del maniqueo manejo de
ira incendiaria contra los fifís y las élites estigmatizadas desde el
poder.
El discurso de odio es abusivo, intimidador
y hostil, que sube de intensidad cuando lo acompañan las tensiones políticas o
los temas públicos que polarizan. Esto lo hemos vivido cada día del sexenio del
presidente López Obrador, sin que nadie lo frene, incluida su incondicional
Sheinbaum. Su llamado, sin embargo, hay que atenderlo. Pero debe estar ella
convencida de que es urgente frenar el clasismo antes de que la ciudad se le
salga de las manos, y persuadir a su jefe político que tiene que hacer lo
mismo, porque la estabilidad del país se le puede escapar.
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