Miguel J. Crespo
La noche del 11 de diciembre de 2020 mientras los cohetes
explotaban en el cielo de Joquicingo, en el Estado de México, para festejar a
la Virgen de Guadalupe, más de cien espectadores, la mayoría bebiendo alcohol
con el cubrebocas por debajo de la nariz o guardado en el bolsillo, se
apretujaban contra los muros de una cancha de concreto donde se disputaba la
final de futbol del torneo local. Cuatro horas antes, en el panteón del pueblo,
cinco hombres cargaban un ataúd envuelto en plástico hacia la fosa que ellos
mismos habían cavado para su primo. José Luis Martínez murió, según su acta de
defunción, por insuficiencia respiratoria aguda, neumonía, diabetes mellitus
tipo II y sospecha de coronavirus.
“Aquí hemos enterrado a varios en las últimas semanas, yo le
hice la tumba a mi cuñado, pero esperemos en Dios que no nos toque”, dijo
durante el partido el padre de uno de los jugadores, que entre trago y trago de
cerveza gritaba desesperado porque su hijo, vestido con el uniforme de Cruz
Azul, perdía la final.
Por el ambiente festivo de aquella noche, parecía que la
pandemia no hubiera llegado a este pueblo enclavado en el Valle de Toluca de
casi 14,000 habitantes que en su mayoría sobreviven del comercio informal, el
campo, la artesanía y la construcción. Hasta finales de mayo, según datos de la
Secretaría de Salud estatal, era así: Joquicingo formaba parte de los ocho
municipios del Estado de México sin un solo contagio. El 13 de ese mes el
gobierno federal presentó en el Palacio Nacional “Los municipios de la
esperanza”, una lista de 324 municipios de 15 estados donde la pandemia no
había llegado y que podrían “reabrir sus actividades sociales, educativas y
económicas a partir del 18 de mayo”. Nunca ocurrió. Tres semanas después del
anuncio de ese primer listado solo cumplían los requisitos 60 municipios en seis entidades.
Para aquel entonces el virus ya había llegado también a Joquicingo, igual que a
la inmensa mayoría de aquellos territorios que iban a servir de inspiración y
ejemplo para una recuperación rápida de la pandemia. Fue el principio de un
camino que empezó con esperanza y acabó en luto. En diciembre pasado, en
algunas puertas de la calle principal del pueblo colgaban moños negros movidos
por el viento frío y sobre el adoquín reposaban pétalos de diferentes flores,
rastros recientes de la tradición que acompaña a las marchas fúnebres desde la
casa del difunto al cementerio.
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