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miércoles, 30 de diciembre de 2015
Cierre de año
Podría ser un jueves cualquiera, pero no lo es. Mañana es un jueves más, pero también es 31 de diciembre y, como todos los años, lo viviremos como un día especial. Pocas cosas nos organizan y sincronizan tanto a tantos como el calendario. Tiempo empaquetado en bloques discretos que se suceden sin parar. Cuadritos con números que son como una retícula que nos constriñe y, al mismo tiempo, nos permite orientarnos y ser con los demás.
Los fines de año son un invento feliz. Dan, casi inevitablemente, para ponerse triste o melancólico sí, pero también para imaginar que se puede volver a empezar. Sin esos marcadores compartidos que introducen cortes claros en la terca continuidad de despertar, hacer y dormir, el peso de llevar a cuestas, completa, la acumulación de lo vivido sería de una pesadez difícil de tolerar.
Estas fechas tan intensamente compartidas son, también, un recordatorio de cuan fundamental y esencialmente somos y sólo podemos ser cabalmente con otros. Su fuerza radica ahí, justo ahí.
Pasemos el año viejo y el salto al nuevo solos o acompañadísmos, el día nos planta delante de nuestra condición de seres que se construyen y se viven, inescapablemente, en referencia a otros. De ahí la paradójica frecuencia con la que conviven en estas fechas imperativamente felices la desazón profunda y la alegría burbujeante.
Ser con y en referencia a otros y que ello no pueda ser de otra manera es, a un tiempo, posibilitador y limitante. Dar con la conjugación perfecta entre cercanía y distancia con esos otros que nos importan no suele ser sencillo. Y estas fechas lo ponen de manifiesto de forma especialmente aparatosa.
Fiesta, corte de caja, celebración, ocasión para revisar haberes y deberes, sueños y pesadillas. Ocasión teñida de la personalísima situación que viva cada quien, pero, al mismo tiempo, ocasión compartida para cerrar el cuaderno viejo y estrenar uno nuevo. Ilusión vivida en común de fin y de comienzo. Sinfonía planetaria de abrazos, buenos propósitos, vacíos en el estómago e incertidumbres variadas. Final y comienzo en un mismo suspiro.
México cierra el año con un regusto amorgosito y cansado. Cansado de quererse tan poco y cansado de tener tan pocos motivos para quererse más. Amorgosito porque está enojado, pero, sobre todo, porque ha perdido cualquier género de fe sobre la posibilidad de ser y hacerlo mejor. La herida asociada a la rotura de la idea de México supura por doquier. Andamos como perro sin dueño, huerfanitos todos frente a la ausencia de respuestas plausibles a la pregunta de por qué, parafraseando a Heidegger, México en lugar de no-México.
El inicio de un nuevo año pudiera ser un buen momento para dejar de esquivar el elefante en medio de la sala y entrarle al meollo del asunto.
Sin alguna idea renovada sobre de qué se trata México y por qué tendría que seguir existiendo, seguiremos chapoteando en el ácido del cinismo y yendo a ninguna parte. Acometer la tarea de reinventarnos resulta vital. Nos va, literalmente, la vida colectiva en ello. Convendría entrarle.
Reimaginar una narrativa identitaria que tenga algún correlato con la realidad y que comporte tracción emocional para tantos y tan distintos pobladores de estas tierras no parece fácil. No lo parece dados los vientos globalizadores e hiperindividualistas que recorren el planeta. No parece fácil, sobre todo, dadas nuestras abismales diferencias y esa mezcla corrosiva de cinismo, desesperanza y enojo que ha venido instalándose entre nosotros como acto reflejo frente a la posibilidad misma de una idea de México distinta a ese amasijo horroroso hecho de nudos de violencia y corrupción.
La visión identitaria construida a finales de la revolución mexicana que nos dio piso común durante muchas décadas está quebrada. Queda poco o nada de aquello. Algo de folclore, algo de colores despintados, héroes maltrechos, poco más. Una narrativa sin resonancia alguna, pura pedacería sin brújula o armazón.
Deseo otra cosa para los niños y jóvenes que hoy deambulan en México; otra, muy distinta, para todos nosotros. Necesitamos inventar un piso compartido nuevo, un horizonte que nos dé esperanza y le dé algún sentido vital a esto de existir en común.
Tenemos incontables razones para seguir dando tumbos. Sería hora, sin embargo, de diseñar un abrazo para abrazarnos de forma distinta.
Hay mucho material para ese invento necesario. Falta sólo proponérnoslo.
Mis mejores deseos para el año que comienza pasado mañana.
T
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